Capítulo 45

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Suelto todo el aire que estaba conteniendo. Miro a Hannah a mi lado y ambas sonreímos. Acabamos de recibir una felicitación del profesor de química por nuestro trabajo, que nos llevó toda una semana terminar. El señor Adams no nos dijo la nota hoy, pero sus palabras halagando la espectacular erupción que produjimos mezclando ciertas sustancias, fueron suficientes para dejarnos claro que aprobamos con honores.

Hannah y yo chocamos los cinco en el aire cuando el docente camina hacia el tablón que tenemos detrás, donde dos compañeros van a demostrar una explosión. Nos alejamos un poco para no salir con los pelos parados o algo así, cosa que no debería pasar en el caso de que el proyecto salga como debe ser.

Desgraciadamente, no es de tal forma, y el curso entero se llena de humo. El detector de incendios se activa y saltan los aspersores desde el techo, empapándonos a todos. El señor Adams nos apura a salir del aula, cosa difícil ya que todos se amontonan. Una vez en el pasillo, podemos ver las caras curiosas que se asoman por las puertas de los otros cursos.

–Vayan a secarse –indica el profesor.

Se quita los lentes y los limpia con su bata de laboratorio blanca, tan mojada como los vidrios que está frotando.

Los baños no son una opción, ya que allí no hay nada que nos ayude con la ropa empapada –excepto que cuenten los aparatos que largan aire caliente para secarse las manos–, por lo que todos nos dirigimos a los vestuarios, que incluyen duchas y, por consiguiente, toallas.

Después de frotarme el cabello para que no gotee, salgo por las puertas dobles y me dirijo al patio, para que el sol termine de hacer el trabajo de secar mi uniforme. Agradezco haberme puesto un corpiño blanco, ya que la camisa del mismo color se transparenta al estar húmeda. Otras chicas no corren la misma suerte.

Miro el reloj en mi muñeca izquierda y veo que aún quedan cuarenta minutos antes de la próxima clase, ya que fuimos las primeras en rendir y la clase recién empezaba cuando el experimento explotó de la manera incorrecta.

Cuando la ropa comienza a sentirse menos pesada y, por lo tanto, más seca, entro al edificio y recorro los pasillos. Pasan unos minutos cuando, al pasar frente a la sala de música, escucho una melodía de piano un tanto amortiguada, algo extraño ya que la actividad se da en la tarde después del almuerzo para los que eligen ese taller, no a mitad de mañana. Frunzo el ceño y abro lentamente la puerta, el sonido haciéndose más claro, lo que me indica que la habitación debe tener paredes insonorizantes. Asomo la cabeza y me quedo estática.

Lo que veo me deja en shock.

¿Que carajos...?

Los instrumentos están dispersos en diferentes sitios del aula, y justo en el medio hay un enorme piano de cola. Lo más sorprendente, es la persona que está sentada frente a él, moviendo los dedos ágilmente sobre las teclas para crear una armoniosa melodía de música clásica. Si no me equivoco, es la sonata Claro de Luna de Beethoven. Nunca me interesó mucho este tipo de música, pero papá siempre se esforzó en inculcarnos saberes de todo tipo de géneros, y la música clásica es su favorita. Yo soy más del pop, pero tengo que admitir que lo mejor para tocar el piano son las sinfonías de Beethoven, Bath, Mozart, y los otros compositores de ese género.

Mis ojos siguen los dedos del pianista, sin poder creerlo. Continúo admirando sus brazos, que llevan la camisa blanca arremangada por encima de los codos. Algunos músculos se tensan, dependiendo de los movimientos que realizan sus manos, haciendo que unas pocas venas se marquen en ellos. Me dispongo a observar su rostro. Lleva el ceño fruncido, denotando la concentración que ejerce sobre lo que está haciendo. Sus ojos oscuros están bien abiertos y se mueven de un lado a otro para evitar equivocarse en las teclas. Los huesos de su marcada mandíbula se hacen notar en la línea de su rostro, lo que indica que tiene los dientes apretados.

Solo Por Seis Meses (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora