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Luisita amaneció sola en aquella cama, como lo llevaba haciendo todas las mañanas en las que la morena tenía que madrugar para irse a grabar. Era cierto que siempre sentía los labios de Amelia en su mejilla o en su frente antes de irse, pero ella a esas horas está demasiado adormilada para poder reaccionar a nada, aunque agradecía aquel gesto.

Acarició instintivamente el lado frío de la morena en aquella cama, abrió los ojos y se giró hacia aquel lado. Ella también sentía lo que Amelia le dijo la primera mañana que estuvo ahí, que cualquier lugar era su hogar si estaba ella, pero aquel apartamento precisamente... era precioso y un sitio donde cualquiera mataría por vivir, pero la rubia no había terminado de congeniar con aquel lugar. Es raro, ¿no? ¿Cómo no vas a llevarte bien con un sitio? Porque si, hay lugares que nos traen malos recuerdos que irremediablemente nos invaden, pero este no era el caso, porque en aquel piso no había ocurrido nada en concreto que hiciera que no estuviera cómoda. El problema es que, por mucho que Luisita mirara cada una de las esquinas de aquel apartamento, no había absolutamente nada que le recordara a su novia. Ni aquellos estantes con esos objetos que parecían de exposición, ni aquellas paredes vacías con sólo algunas obras de artes que parecían demasiado pretenciosas y caras como para que aquel fuera el gusto de Amelia. El problema con aquel lugar, es que no desprendía la esencia de la morena, y eso era algo que cada día que pasaba le dolía aún más, porque sin conocerla de nada, aquella buhardilla en París le dijo mucho más de su personalidad que todo aquel apartamento.

Decidió que ya era hora de salir de aquella cama antes de que sus pensamientos la volvieran totalmente loca, y se metió directamente en la ducha. Aun le quedaba ese día y el de mañana en Los Ángeles antes de coger su vuelto de vuelta a Madrid. Una parte de ella estaba deseosa por volver, porque no aguantaba más en aquella ciudad tan superficial, pero la  otra parte le gritaba que se quedara junto a su novia, porque temía en cómo sería la siguiente versión de Amelia cuando la viera la próxima vez. Quería protegerla de aquel mundo que la estaba convirtiendo poco a poco en alguien en quien no era, porque si, porque Sara le había dicho que todo aquello solo estaba sacando a la verdadera Amelia, pero ella sabía que no era cierto. Su novia no era así, ella la conocía. Terminó de enjuagarse y salió de la ducha para vestirse y salir a la cocina, de donde escuchaba ruido y ya suponía quien estaría

- Buenos días Margarita. – dijo cuando apareció aún con la toalla en la cabeza.

- Buenos días niña, ¿qué tal está?

- Pues no con tan buen despertar que usted, por lo que veo. – se frotó el ojo mientras veía como la mujer hacía un revuelto de huevos en la sartén.

- Es que la he escuchado duchándose y he supuesto que ahora desayunaría, así que he querido darme prisa para que lo tuviera calentito.

- Pero mujer, que no hace falta. A mi no tiene que cocinarme, de verdad.

No estaba acostumbrada a aquellas intenciones. En su casa eran demasiados, y aunque su padre solía cocinar mucho en el bar y que hubiera también para comer en casa, en realidad estaba más acostumbrada a que cada uno se buscara la vida en cómo llenarse el estómago. Tampoco había tenido nunca una empleada de hogar, la situación era más bien al revés, su familia era la que solía hacer esa clase de trabajos para otros, así que no sabía bien como actuar con aquella mujer, aunque había algo en ella que le hacía sentir realmente cómoda. Quizás por eso su novia la había elegido para trabajar ahí. Quizás eso significara que Amelia no la había contratado por el lujo de tener una empleada que le hiciera todo, sino que simplemente se sentía sola.

- Tonterías. Además, así me aseguro de que coma, que tanto usted como su chica me tenéis contenta con iros en ayunas. – le colocó el plato delante suya para que empezara a comer.

Nosotras en la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora