Ciento treinta y seis

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La tarde era gris, bueno era cálida y soleada pero mis ojos estaban cubiertos por una fina capa delgada de colores oscuros donde no entraba la luminiscencia del sol ni lo radiante de las rosas.

Jamás creí en el matrimonio eso para mi eran ridiculeces sin sentido, ¿para qué atarse toda la vida a alguien mediante una firma o un "sí, acepto"? Él había cambiado mi forma de pensar al cien por ciento, yo me vislumbraba de blanco con un ramillete de rosas frescas blancas entre mis manos, una delicada tiara adornando mi peinado, portando los pendientes favoritos de mi madre, azules por supuesto algo viejo sería una pulsera que tenía desde pequeña y era mi favorita. Él tan perfecto con su traje esperándome impaciente en el altar con una enorme sonrisa y su mirada llena de amor. Un grandioso beso cerraría esa promesa de amor. Esa promesa la haría con ella.

La tarde caía y a su paso llevaba imágenes que protagonizaba con el amor de mi vida o por lo menos yo así lo consideraba, el amor que yo quería hasta que mi corazón diera su último latido, bombeando un te amo solo para él.

— ¿Qué tanto piensas? —preguntó Kevin mientras yo estaba perdida mirando por la ventana de su coche.

—Nada. —Suspiró sin decir más lo cual agradecí porque no quería romper en llanto ahí mismo.

—Últimamente respondes para todo "nada" —inquirió después de un rato de silencio, por supuesto que no se quedaría callado. Me encogí de hombros en respuesta no quería hablar, ni discutir mientras él estaba al volante. Además que no tenía nada bueno que contestar, ¿qué le diría? Que mis "nada" tenían nombre y apellido, claro que no.

Llegamos a mi casa, sin ánimos bajé del coche antes de que Kevin me abriera la puerta, la verdad es que no tenía ganas de modales en esos momentos.

—No me dejas actuar como un caballero, amor. —Masculló mientras yo cerraba la puerta del auto.

—Lo siento. —Dibujé una ligera mueca que no llegaba a ser un intento de sonrisa. Tomé su mano mientras me dirigía a abrir la puerta de mi casa. Entramos y me tumbé en el sillón.

—Está casi como la última vez que vine —dijo mientras observaba el lugar.

—Sí, lo siento por el desorden, aunque no hay mucho de todos modos.

— ¿No has estado en casa? —preguntó curioso.

—Algo así. —Respondí cortante —Me la he pasado en mi cuarto solamente.

Levantó mis piernas y se sentó en el hueco que quedaba del sillón. Habiendo más sillones se fue a sentar justo donde yo estaba. Hombres. Colocó mis piernas en su regazo y empezó a hacer figuras abstractas por encima de mi pantalón enviándome pequeños escalofríos por todo el cuerpo.

—Gallina.

—Uh, gallina, ¿por qué? —me levanté un poco para mirarlo a los ojos. Esbozó una tierna sonrisa pícara y juguetona, mientras miraba mis brazos.

—Te puse la piel de gallina, no sabía que tenía ese efecto en ti.

—No lo tienes —dije mientras rodaba mis ojos para después darle un golpe en el brazo mi pequeño acto rudo provoco una leve carcajada de burla en él.

—Como digas. —Pasamos unos minutos en silencio, solo nuestras respiraciones eran audibles. Nuestras miradas chocaron y ninguno apartó la vista del otro. Se acercó sin tomar conciencia de ello, como si estuviera en piloto automático.

—Kevin —musité antes de que algo más pasara. Se removió en su lugar incómodo y comenzó a tamborilear con sus dedos el brazo del sillón.

— ¿Quieres un chocolate caliente? —pregunté rompiendo el silencio.

—No. No puedes tomar eso en estos días.

— ¿Disculpa?

— ¿Estás en tu período, no? Leí que eso hace el dolor más fuerte. Me sobresalté en mi lugar, mis mejillas se tornaron rojas, el solo me miraba con ojos de, ¿comprensión? Si algo así quizá era preocupación.

—No estoy en mis días. ¿Por qué piensas eso? —mascullé.

—Porque has estado triste, tienes cambios de humor, lloras mucho supongo que son las hormonas descontroladas lo que te hace estar así, ¿cierto?

Dios, ¿acaso existía alguien más lindo que él? Por todos los cielos era una ternura andando, jamás habían hecho algo así por mí, por mi bienestar y ahí estaba ese chico de ojos cafés preocupado por mis supuestos cólicos.
—Mi vida, tan lindo y hermoso —dije melosamente y sus mejillas tomaron color.

—Ya lo sé.

—No estoy en mis días. No te preocupes. —Su posición fue rígida después de mis palabras, quizá hubiese sido mejor que él creyera que efectivamente mi menstruación había llegado.

— ¿Qué te tiene así de mal? ¿Tanto tiempo, tantos días? —cuestionó.

—No han sido tantos, no exageres.

—Una semana o diez días, eso es mucho, joder. —Sus ojos claros se oscurecieron un poco por la rabia que estaba creciendo en él.

Guardé silencio por mucho tiempo, no lo mire, apenas y respiré. La tensión se podía cortar con un cuchillo o bien hablando pero no me sentía preparada aun.

Soltó un largo suspiro, agachó su cabeza y la colocó entre sus manos mientras apoyaba sus codos en su regazo.

—Princesa, necesito saber que pasa. —Su tono de voz era neutro. Viraba hacia mi por no obtener respuesta alguna. Sus ojos un tono mas fuerte me miraban a los ojos intentando traspasar la barrera que intenta formar.

—Te lo diré, pero primero el chocolate.

Deseo OdiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora