CAPÍTULO 4: TORRE DE BABEL

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Vivir en pleno mar resultaba algo pacífico y emocionante.

La masa inmensa de agua imponía respeto y admiración. Literalmente, uno se sentía tan pequeño e insignificante como en ningún otro lugar del mundo.

Por las noches, el cielo azul oscuro pintado de millones de estrellas se reflejaba en el agua haciendo un efecto impresionante y majestuoso.

La adaptación de los nuevos tripulantes era lenta.

Muchos sentían el malestar de las náuseas por el vaivén de las olas, que poco a poco con el correr de los días iba mermando.

Para otros el problema era el idioma.

Sobre todo en las charlas de capacitación y directivas generales.

En los tiempos libres, los chicos y chicas se reunían mayormente con los de sus países natales, o con quienes hablaran su mismo idioma.

Las cuatro amigas habían tenido la bendición de poder participar de las charlas y capacitaciones juntas, y ayudarse unas a otras con el idioma.

Lorey y Clarissa, dos chicas chilenas, se habían unido en Bahía Blanca con el grupo de voluntarios y dormían en la misma pieza, rápidamente se hicieron amigas de las cuatro cordobesas. Minie y Bruna eran canadienses, ellas subieron en el puerto de Santos, junto con un grupo de haitianos y colombianos, hablaban un poco de español, y con ellas se había completado el camarote de ocho camas.

Con muy poco espacio para guardar las cosas, la pieza permanecía desordenada la mayor parte del tiempo, y las chicas habían recibido varias llamadas de atención por esa razón.

Sabían que una sanción más significaría una multa para las ocho, y una gran vergüenza ante el resto del barco.

Sheila era su supervisora.

Venía todas las tardes a revisar el camarote luego del tiempo de baño. Es decir justo ahora.

—Parece que no logran organizarse todavía—afirmó en voz alta y en un perfecto inglés que todas comprendieron.

La pieza quedó en un profundo silencio mientras las miradas de todas recorrían el espacio lleno de zapatillas, toallones, bolsos abiertos, etcétera.

—Estábamos por ordenar, Sheila—respondió Giuliana en defensa de todas.

—Tienen una hora para dejar esta pieza impecable o recibirán castigos por su desorden, es la última advertencia—agregó mientras se alejaba caminando por el angosto pasillo del cuarto nivel.

—Chicas tenemos que organizarnos—indicó Minie.

—Van a tener que ayudarme, porque tengo un grave problema con el orden, ¡lo detesto!—protestó Mariel en español—, pero no quiero que nos castiguen.

—El lugar es demasiado pequeño, y todas trajimos mucho equipaje—expresó Marilina.

—Sea como sea, este piso debe estar siempre despejado y las camas tendidas, o Sheila nos castigará con una semana de lavar los baños—exclamó Bruna.

Las ocho chicas sentadas en sus camas comenzaron a guardar sus cosas y acomodar todo.

La ropa sucia debía ser llevada al lavadero, pero recién en dos días era su turno de lavandería, aunque los toallones mojados podían ser llevados a la secadora en cualquier momento.

Giuliana se ofreció para ir hasta el centro de lavado y secar los toallones de todas.

El largo recorrido hasta el lugar lo había hecho una sola vez, y temía perderse.

EL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRAS VIDASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora