5. Hora de asumir la verdad

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Rhadamanthys escuchó la puerta del apartamento abrirse sin excesiva cautela y seguidamente el respectivo cierre, más cuidadoso. Se frotó los ojos con pesadez, gruñó y al mirar la hora en la radio-despertador digital de su mesita vio que estaba viviendo sobre las tres y media de la madrugada.

Una vez Kanon hubo desaparecido con su portazo de despedida, al Wyvern se le descompuso el ánimo. Aborrecía estas situaciones. Le regresaban a su memoria destellos de un pasado que no deseaba recordar ni revivir, y sus intentos de apaciguarse la impotencia que sentía a base de ver partidos de snooker medio echado en el sofá no fueron fructíferos. Decidió irse a dormir, o al menos intentarlo, pero sólo fue capaz de entrar en un frágil estado de duermevela que Kanon fracturó del todo con su tardía llegada.

Le escuchó cómo revolvía cosas en la cocina y cómo luego se internó en el baño. Estuvo ahí un buen rato porque Rhadamanthys volvió a tomar la senda de la duermevela hasta que la descarga del agua del retrete le arrancó de ella, convirtiéndole en oyente pasivo de cómo el gemelo procedía a lavarse los dientes siendo fiel a la fastidiosa manía de dejar fluir el agua del grifo durante todo el cepillado. El inglés renegó algo en su lengua natal y se dio vuelta en la cama para quedar mirando a su lado de salida. No quería intercambiar ninguna palabra con Kanon porque sabía que si lo hacía acabarían mal. Rhadamanthys se acababa de dar cuenta que todo lo que estaba haciendo el abogado desde su llegada a casa le suponía una profunda molestia, y no le gustaba nada la señal que esta sensación le estaba mandando. Se masajeó los ojos cerrados con un poco de rabia, y tiró del edredón hacia arriba para cubrirse bien hasta las orejas. Quería dormise de una jodida vez, pero la película que transcurría tras sus párpados cerrados no desistía de mostrarle su antiguo yo de veinticinco años, el mismo que acabó aborreciendo todas las acciones y comportamientos del que entonces también era su compañero de vida, hasta llegar al punto de hacer las maletas y escapar de esa burbuja de aire contaminado en la que él ya no hallaba dónde poder respirar.

Llegar de nuevo a ese punto de partida no era el deseo del Wyvern actual. Habían transcurrido diez largos años en los que se había dado cuenta de sus errores, de sus debilidades y de sus cobardías. Su regreso a tierras griegas nunca había respondido a la excusa de buscar un buen clima, sino a su imposiblidad de dejar de pensar en ese joven hundido y amargado que había dejado atrás, en aquel chico con el que de adolescentes aprendieron a ser algo más que amigos y en la esperanza de volverle a encontrar con las heridas cerradas y su alma un poquito más sanada.

Creía haber hecho de ese anhelo una realidad, al menos durante unos pocos meses, pero la sombra del Kanon que llegó a no poder soportar parecía estar planando otra vez sobre él. Y haciéndolo con una densidad que le asustaba y repugnaba por igual.

Cuando Kanon empujó la puerta entornada para entrar al cuarto, Rhadamanthys ni se movió. Mal fingió estar dormido, aunque el fugaz alumbramiento de la linterna del móvil de Kanon por encima de su rostro consiguió que cerrara con más fuerza los párpados. El gemelo supo al instante que estaba frente a una penosa escenificación, pero tampoco tenía el ánimo para articular palabra. Los largos zampados en la piscina y la posterior y desagradable sorpresa de encontrarse con Saga justo ahí, en su personal ámbito de evasión, le habían dejado con el ánimo exhausto. Rodeó la cama y se fue a su lado, dejándose caer sentado sobre el colchón. Buscó el extremo del cargador del móvil y cuando lo tuvo enchufado desactivó la linterna y lo dejó sobre su mesa de luz. La pantalla se sumió en la oscuridad pasados uno segundos, y Kanon quiso tumbarse boca arriba, apartando un poco el edredón para poder pasar las piernas y taparse hasta medio pecho. Hizo todo lo posible por ni rozar el replegado cuerpo de Rhadamanthys y cerró los ojos para forzarse un poco a conciliar un sueño que no tenía. Quería estarse quieto, pero las manos asentadas llanas sobre su pecho dejaron de sentirse cómodas. Los dedos comenzaron a golpetear rítmicamente sobre el borde del edredón y un fastidioso suspiro contribuyó a rasgar un poco más el inestable silencio que le rodeaba. Esa posición no era cómoda, y optó por darse media vuelta y acercarse todo lo posible a su borde de la cama, aunque inevitablemente su trasero chocó contra el de Rhadamanthys, que se movió lo justo para romper el contacto.

Duelo Legal V: CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora