Apenas hacía unos minutos que Hyppolitos había conseguido conciliar el sueño cuando un terrible estruendo de golpes metálicos le desbocó el corazón. Las luces comenzaron a prenderse por fases y los murmullos de descontento no se hicieron esperar.
A juzgar por los insultos que lanzaban los presos, Hypnos supo que esa situación no era desconocida para ellos y, aunque él todavía no la había experimentado, no le hizo falta pensar en exceso para saber qué era lo que realmente sucedía.
«¡Registro de celdas!» gritó una voz conocida. «¡Todos los putos culos fuera de las camas, las manos en la nuca y de espaldas a la puerta!»
El funcionario más joven de la cuadrilla parecía divertirse arrastrando la porra contra los barrotes de una baranda, golpeándolos con saña cada tanto para acrecentar aún más la excitante tensión que siempre generaban los registros nocturnos. Los otros tres se repartieron por las pasarelas y comenzaron con sus particulares juegos, dándose perversos paseos por delante de las celdas con la única intención de tentar el poco temple de los internos y hallar razones para poder blandir las porras impunemente.
«¡¿A quién lo tocará hoy?!» vociferó el mismo que durante la tarde se había quedado con ganas de incordiar a Hypnos. «Tic, tac, tic, tac, tic, tac...»
«Que descansen...¡las celdas con número par!» exclamó el joven que seguía arramblando la porra por la baranda.
Al exponerse el primer indulto de la madrugada se hicieron audibles algunos murmullos de liberación, contrastando con una nueva oleada de insultos y provocaciones que transpiraban a través de las puertas no premiadas. Hypnos cerró los ojos con fuerza y pasó saliva a duras penas, entrelazándose las manos en la nuca con nervio. Su compañero lloriqueaba con la cabeza hundida sobre el pecho y las manos arañándose la piel de los hombros; los años ahí dentro le habían moldeado el miedo gracias a buenas dosis de experiencia y esas redadas tardías jamás respondían a simples registros autorizados desde arriba.
«Ahora que descansen las celdas con número superior al...¡siete!»
El joven que llevaba la voz cantante parecía pasárselo en grande paseo arriba y paseo abajo, haciendo estallar la porra contra la baranda cada vez que se le antojaba interrumpir su peculiar concierto de percusión por arrastre.
En un santiamén las celdas con opción a premio se habían reducido considerablemente, e Hypnos sostuvo la respiración cuando escuchó unos pasos detenerse frente a la puerta de su cubículo. El otro preso rompió a llorar como una criatura y el funcionario cuya fijación estaba entregada al artista anunció la puerta ganadora.
«Y la celda afortunada de la noche es...¡la número tres!»
La porra del relator se ensañó contra la baranda a modo de traca final, sabiéndose acompañada de todos los vítores de morbo que con presteza se esparcieron por el pabellón. Hypnos sentía su cuerpo cubierto por una densa capa de sudor frío y el indeseado chasquido metálico que accionó el desbloqueo de su puerta le advirtió que esa sería su noche.
─Pero vaya, vaya...¿a quién tenemos aquí...? ¡Si es nuestro querido pintamonas come-niñitas!
Los otros dos guardias entraron a la celda. El primero arrastró al deshecho compañero hacia fuera y el segundo comenzó a desvalijarles las pocas pertenencias que entre ambos poseían: les deshizo las camas, les rasgó las almohadas con un cuchillo navajero, les vació el dentífrico embadurnándolo por la pared, les echó por la borda las mudas de recambio, les gastó todo el papel higiénico haciéndolo rodar por el mugriento suelo y cuando ya no halló nada más que destrozar, reparó en la colección de bocetos que Hypnos había estado haciendo desde el día de su ingreso.