Capítulo 11

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  1967. Georgia.

Ross Handerson.

El golpe en sus manos dolió lo suficiente como para que de sus ojos hinchados salieran más lágrimas.

El cuero negro de aquella varilla dolía más que cuando le pagaban con una de madera. Su padre había comenzado a usarla frecuentemente para castigarlo.

No es que Ross se metiera en muchos problemas, era que Ross no era lo que su padre quería que fuera; un hombre orgulloso, con porte, elegante y con gusto especial por la política.

— ¿Te dije que pararas de contar? —Le preguntó peligrosamente tranquilo.

Ross mordió su labio inferior, estaba roto del lado izquierdo tras un fuerte golpe de su padre.

—Treinta y ocho —susurró.

De inmediato sintió otro latigazo contra las palmas de sus manos sangrantes. El suelo bajo ellas estaba húmedo con la espesa sangre escarlata.

—Treinta y nueve.

Y otro más llegó.

Su padre empleaba demasiada fuerza cuando estaba enojado, no importaba que tan débil de salud se encontrara, siempre buscaría la energía contenida en su enfermo cuerpo para lastimar a su primogénito.

Ross debía acostumbrarse, por supuesto que sí, más no podía. Su cuerpo estaba tan herido ya, que más golpes lo ponían cada vez más y más débil. Y a pesar de las cientos de lágrimas que derramó en cada uno de esos castigos, nada apaciguó la furia desenfrenada de su padre.

—Un hombre, jamás, se tiñe el cabello —dio con más fuerza—. Cuando seas mayor, me lo agradecerás.

Al llegar al golpe número cincuenta, el viejo hombre tiró la vara a un lado. Con la respiración agitada y la frente sudorosa por el esfuerzo, vio con poca preocupación a su hijo caer hacia el frente, llorando y casi retorciéndose en el suelo por el dolor.

—Denle un baño con agua helada.

—Señor Handerson... Es invierno y el joven-

La sirvienta se calló una vez su jefe la miró fulminante, dispuesto a llevar su cólera contra ella si es que volvía a abrir la boca.

—Y después, quiero que lleven a Ross al ático y supervisen que cumple su castigo.

Benedit Handerson tomó su bastón, y ayudado por su mayordomo, emprendió camino a su habitación.

Tenía quince años, era un chico en busca de su identidad. Era joven, despistado y tonto también. ¿Cómo iba a saber él que los jóvenes no podían ser otra cosa más que hombres y ya está?

Ángela, tomó al joven con cuidado, con las demás sirvientas siguiéndole por detrás.
Cerró con fuerza sus ojos tres segundos para intentar no sentir compasión por los quejidos de dolor que soltaba el pobre chico que apenas podía caminar adecuadamente después de los fuertes golpes que el señor Handerson le dio en la espalda baja con su bastón.

Ella había visto esa clase de castigos desde que el joven Ross cumplió los diez años, cuando creció en altura y tenía todos los dientes de leche caídos. Cuando comenzó esa extraña afición del joven de hacer cosas que no le correspondían... Cómo teñirse el cabello de rubio.

—M-me du-duele —se quejó Ross, queriendo dar un paso para comenzar a subir las escaleras.

—Lo siento mucho, joven Ross —le susurro Ángela, tomando con fuerza el cuerpo delgado del joven—, pero tenemos que bañarte.

—Ángela... —la llamo.

Aquellos ojos redondos y azules como el mismo cielo, la miraron llenos de lágrimas, las pestañas negras que estaban en abundancia alrededor de ellos, eran apenas notable por los ojos hinchados.

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