Prólogo

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El día terminaba, y la noche volvía a adueñarse de todo, monarca absoluto y despótico del mundo. Su mundo, nada más que aquella pequeña ventana tallada en piedra blanca, en la torre blanca que se desprendía de un castillo blanco, en una ciudad blanca. Una ciudad maldita. La noche llegaba, y con ella llegaba el mismo mensaje de cada jornada. Una vez más, su deseo no se cumplía.

Porque para alguien tan maldito, tan condenado a la eterna agonía, el cálido beso de su ansiada amante era un exceso de generosidad, algo que escapaba por completo de su alcance, incluso en sus más febriles sueños. Para alguien tan maldito, tan condenado a la eterna agonía, tener sueños febriles ya era demasiado. No los merecía.

No los quería.

Bhyas. Ese era el nombre de su anhelada amante. Su nombre en la lengua lordénica, por lo menos. Una lengua que le sabía amarga en la boca, amarga como el recuerdo de haberlo perdido todo, incluso su idioma natal.

Bhyas. Era un nombre que no le hacía justicia a su belleza. Quiso recordar su nombre en los varios idiomas que había aprendido a lo largo de su vida, pero ninguno de esos nombres se le vino a su agrietada mente. Intentó decir su nombre en voz alta, pero su garganta no emitió sonido alguno. Sus palabras murieron en sus débiles labios, tal y como habían muerto sus esperanzas tanto tiempo atrás.

Bhyas era un nombre espantoso, y mientras más pensaba en esa palabra maldita, más se alejaba de su anhelada amante. Años y años siéndole esquiva, amenazando con apagar la última ascua de esperanza que albergaba su obstinado corazón envejecido. Él, al igual que su corazón, ya tan solo funcionaba por inercia. Funcionaba porque no podía hacer otra cosa más que... ¿Más que qué? ¿Vivir? ¿Eso podía llamarse vida? Eso sería tan desacertado como decir que no merecía aquella eterna agonía en aquella torre blanca, en un castillo blanco, en una ciudad blanca. Un color que no debería primar allí, porque era una ciudad maldita, pero, ¿qué podía hacer él más que lamentarse?

No, ni siquiera se lamentaba; para lamentar algo, se necesita ser capaz de sentir. Simplemente lo aceptaba, así como aceptaba que el día terminaba y luego la noche comenzaba, el círculo repitiéndose una y otra vez. Tan inexorable que terminaba siendo cruel. Tan cruel como el tener que aceptar que cada noche le recordaba que su amada Bhyas no había llegado para salvarlo.

Bhyas no estaba allí para abrazarlo, y al llegar a la misma conclusión que cada noche, comenzó a sentir el dolor. Lo sintió en sus pesados párpados, implacables en su misión de mantener sus ojos cerrados. No los necesitaba para ver lo que lo rodeaba. Llevaba años viendo el mismo día una y otra vez, a la espera de algo que a esa altura creía jamás llegaría.

Lo sintió en sus manos temblorosas, incapaces de sostener la cuchara de madera que yacía inerte en un tazón de madera en el cual una sopa insulsa se enfriaba. No necesitaba probarla para sentir su gusto. Llevaba años saboreando el mismo día una y otra vez, a la espera de algo que a esa altura creía jamás llegaría.

Lo sintió en sus cansados labios, sellados herméticamente por lo que solo podía definirse como una eternidad. A ellos sí los necesitaba. Los necesitaba imperiosamente. De no haber estado tan agotados como el resto de su ser, sus labios podrían haber susurrado el verdadero nombre de Bhyas. Su obsoleta esperanza le decía que si lograba llamarla por su nombre verdadero, Bhyas aceptaría finalmente visitarlo, abrazarlo, arrancarlo del dolor.

Bhyas, el nombre lordénico de lo que más anhelaba.

Bhyas, que en la antigua lengua común de Edelren tenía un nombre mucho más maravilloso.

En Edelren, bellamente la llamaban Muerte.


Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora