IV: Dichos.

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Winne solía decir que las mejores y más deliciosas comidas son las que más tiempo tardan en prepararse. Esos platos, rezaba a menudo, requerían paciencia, dedicación, talento, creatividad, y por sobre todas las cosas, tiempo para que cada ingrediente y cada paso dado haga su efecto. Yo podía dar fe de que ella seguía al pie de la letra su credo culinario; la había visto cocinar durante horas una cena que se devoraba literalmente en diez minutos. Cierto, siempre que lo hacía nos dejaba a punto de reventar de tanto comer, pero de todos modos me resultaba curioso que algo que llevara tanto tiempo de preparación pudiera terminarse tan pronto.

Exceptuando este último punto, la guerra y la cocina tenían muchísimas cosas en común.

Todos en Leydenar sabían que la guerra estallaría tarde o temprano. Los adultos en las calles bromeaban y hacían apuestas, intentando adivinar cuándo y por qué empezaría exactamente el conflicto. Casi nadie acertó, ya que la guerra tardó más de cuatro años en estallar definitivamente, y cuando finalmente lo hizo, involucró a intérpretes inesperados.

En esos cuatro años de tensa paz, muchas cosas habían pasado. El fanático rey de Telros y su familia murieron en un accidente fluvial, cuando su barco insignia, el Jinete Celeste, fue destruido en una inmensa tormenta. Los cuerpos de la familia real telrosia jamás fueron recuperados, sirviendo como comida para los peces del desde ese entonces apodado Río Mortal. Como el rey y su heredero habían perecido, los ciudadanos más influyentes del reino formaron un concilio y decidieron manejar los asuntos del estado mediante un triunvirato. Un sacerdote celeste, un comerciante exitoso, y un noble de vieja y pura sangre, encaminaron el rumbo de un reino que amenazaba con llevar guerra y destrucción a sus vecinos del continente. Otto, quien había viajado al norte por pedido del sabio de la aldea para verificar qué estaba ocurriendo, al regresar nos contó que afortunadamente el sacerdote celeste no era un fanático religioso como el difunto rey. No era un gran entusiasta de la libertina cultura ynwena, pero la idea de una cacería religiosa no le atraía ni un poco. Gracias a su oratoria, cambió la mentalidad de la gente de su pueblo, encontrando en la muerte de la familia real un castigo divino por haber llevado tanta desolación a la tierra que nuestro Rey gobernaba desde las alturas. La gente pareció comprar su discurso, y como el comerciante y el noble parecían ser bien capaces de administrar la economía del reino, ya nadie pensaba en una posible guerra contra los ynwenos.

Su antiguo aliado, nuestro vecino Rovat, no la pasó muy bien que digamos. La muerte de su único aliado bélico no fue suficiente para calmar los ánimos del otro lado de la cordillera. Hasta nuestros oídos llegaron las noticias de escaramuzas fronterizas con Garlaros, pero no hubo ninguna batalla a gran escala. Sin su principal aliado, el rey de Rovat no se atrevía a cruzar definitivamente la frontera para luchar en tierras enemigas. Durante meses se limitó a reclutar y entrenar soldados moderadamente bien pertrechados. Incluso se atrevió a cruzar la cordillera para contratar mercenarios o reclutar campesinos empobrecidos que buscaran una alternativa para vivir. Su campaña tuvo pobrísimo éxito, ya que nosotros no teníamos compañías mercenarias, y a nuestros campesinos les iba bastante bien viviendo sus pacíficas vidas en las tierras más fértiles del continente, así que tuvo que contentarse con armar un ejército con sus propios ciudadanos.

En una reunión de asesores a la que Otto y mi abuelo asistieron se había debatido la cuestión de Rovat con creciente temor. Un ejército acampando cerca de nuestro reino era algo que no podía tomarse a la ligera, y el rey Swaney había enviado misivas reales para que el tema se tocara en cada pueblo, en cada ciudad, en cada fortaleza. Los más aterrados obviamente eran los pueblos más cercanos a la frontera, aunque los más céntricos y apartados, como Leydenar, también estaban preocupados. Otto nos dijo que Rovat había conseguido reunir un ejército de tres mil soldados, una cifra que nos asustó tanto que Marilen y yo estuvimos días sin poder dormir bien de noche. Los niños más grandes se divertían gritándole espontáneamente a los más pequeños que los rovatinos se estaban acercando para atacarnos. En una ocasión, un imbécil hizo llorar a Marilen con una de sus bromas. Marilen lloró aún más al ver a su hermano regresar a casa con un ojo morado y la nariz machucada por la paliza que había recibido luego de intentar defender el honor de la chica.

El terror hacia nuestros vecinos altamente militarizados hizo que nuestras vidas cambiaran bastante, pero afortunadamente para nuestra causa, la naturaleza, o el Rey Celeste, según a quién le preguntaran, fue benévola con nosotros. Durante un ejercicio militar, una erupción volcánica en la cordillera montañosa desató una catástrofe sobre nuestros vecinos. Los que no fueron alcanzados por la furia volcánica murieron posteriormente por los incendios forestales que arrasaron con la zona. Se rumoreaba que al menos dos tercios de los guerreros vecinos perecieron en aquella tragedia; lo único bueno para los rovatinos fue que justo antes de que los incendios forestales llegaran a sus plantaciones, una increíblemente oportuna temporada de tormentas barrió con el fuego, poniendo a salvo sus cultivos antes de que fuera demasiado tarde. Rovat perdió a su ejército, pero su pueblo no pasó hambre durante aquel invierno. El Rey Celeste castiga pero también perdona, había dicho Otto, y viendo lo ocurrido, yo creí que estaba en lo cierto.

Con Rovat y Telros pacificados por accidentes naturales, la paz parecía que triunfaría. Pero como dicen los sabios, cada vez que muere un tirano, nacen tres. Algo así ocurrió luego de los eventos en el centro y norte del continente. Mientras Rovat luchaba por salvar sus tierras, y Telros hacía lo propio para alcanzar la estabilidad en el norte, nuestros vecinos sureños comenzaron a ladrarse y lanzarse dentelladas como perros rabiosos. Que un incidente fronterizo entre partidas exploradoras por aquí, que tensiones mercantiles por allá. Una boda entre ciudadanos de ambos reinos que terminó fatídicamente cuando tanto la novia como el novio murieron envenenados frente a sus invitados. Como si esos factores no alcanzaran, también había que tener en cuenta que tanto Anfelarh en el suroeste como Luxenarh en el sudeste eran dos reinos inmensos, llenos de gente, y con problemas de todo tipo. Ambos reyes preferían perseguir sus sueños militares en vez de apegarse a planes de estabilidad económica y social; preferían alimentar a su gente con odio en vez de con comida, así que no era de extrañar que ambos pueblos se detestaran con ferviente ferocidad.

Nuestro reino otra vez se veía amenazado por las ambiciones expansionistas de un vecino, y como Swaney quería estar preparado, comenzó a reclutar su propio ejército. Lentamente los pueblos cercanos a las grandes ciudades, o aquellos ubicados en caminos importantes que llevaban a ellas, se veían poblados por verdaderos soldados. Cuando tenía nueve años vi a las primeras guarniciones de guerreros establecerse en Leydenar, en una antigua casona cedida por el sabio del pueblo, edificio que serviría para guarecer tropas durante su estadía; solían entrenar en las afueras de la aldea, y ocasionalmente cruzaban el Denar para ir a la ciudad capital de Alacadia, donde Swaney residía.

Al año siguiente comenzaron a construirse edificios alrededor de aquella mansión, y cuando ya tenía once años, aquel era conocido como el barrio militar de Leydenar. Todo un avance, considerando lo rápido que había ocurrido todo.

Ver tantos soldados en nuestra aldea nos afectó directa e indirectamente, metiéndonos mentalmente de lleno en una guerra en la que nosotros no participábamos. Anfelarh y Luxenarh se mataban sin piedad en el sur, sin voltear sus ojos hacia el norte, donde las lanzas y espadas afiladas de Swaney esperaban listas para luchar contra cualquier incauto invasor. El rey era sabio al estar preparado, pero no era el único rey pensante del continente. En el sur, tras años de luchas constantes y con resultados poco significativos, comenzaron a pensar que quizás sus recursos militares no alcanzarían para ganar la guerra, por lo que ambos reyes se vieron obligados a buscar alternativas para lograr sus objetivos. La pregunta a hacerse era fácil de imaginar: ¿Qué necesitaba un reino para una guerra? Soldados. ¿Y quiénes tenían los mejores soldados del continente? A mis once años conocí la respuesta, gracias a otro dicho muy popular en mi aldea.

Si ves una espada ynwena desenvainándose frente a ti, haz las paces con Dios.


Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora