X: Impunidad.

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Tras diez días de escabullirme para ir a entrenar cada vez que tenía un instante libre, Thales volvió a Garlaros, no sin antes darme casi un millar de consejos y de instrucciones para que pudiera entrenar a solas. Hacerlo de ese modo era bastante más aburrido, pero era lo mejor que tenía, al menos hasta que mi maestro regresara. Como eso no iba a suceder en el corto plazo, tomé aquella parte de mi formación como un nuevo desafío, y lo afronté como todo en mi vida: con dedicación y esfuerzo.

Mi jornada comenzaba dos horas antes cada día, tiempo que empleaba corriendo por la aldea y realizando los ejercicios de fortalecimiento de brazos y piernas que Thales me había enseñado. En los días cálidos me bañaba en el río, secando impurezas y la suciedad que me quedaba luego de correr por las calles polvorientas; los días más frescos rezaba en silencio para que mi olor no fuera demasiado nauseabundo para Otto. Mi maestro herrero jamás se quejó de mí, aunque siempre creí que se guardaba los comentarios por simple cortesía. Independientemente de eso, mis tareas en la forja seguían igual de bien, iba haciendo progresos lentos pero constantes, y cada semana adquiría un nuevo conocimiento. Cerca de un mes después de la partida de Thales, Otto me dejó forjar mi primera daga, asesorándome desde cerca pero dejándome hacer todo el trabajo. Cuando la terminé, la nombré Trueno Negro, en un obvio y burdo homenaje a mi otro maestro, y prometí que jamás me separaría de ella.

La vida me sonreía, y aunque no podía entrenar con mi espada, todavía en la casa de Thales, me sentía radiante de felicidad. Poco a poco fui olvidando lo mucho que sufrí al ver a Otto yéndose con los mercenarios, cada gota de sudor y cada músculo agarrotado recordándome que estaba haciendo lo humanamente posible para evitar que el pasado se repitiera. Si bien nadie me lo decía, sentía que estaba creciendo a un ritmo frenético, y que pronto sería tan alto como un adulto. Y como me sentía ya casi un adulto, le pedí a mi abuelo que me dejara acompañarlo a la sesión mensual de los maestros de gremios de la aldea.

Honestamente al día de hoy no sé qué me impulsó a hacerlo. Quizás la impunidad de un niño y las ansias de crecer de un preadolescente formaron una combinación implacable, empujándome hacia el descaro, algo impropio de un muchacho tan tímido como yo. Además de la timidez, y aunque hoy me ven decirlo con una sonrisa en su momento fue algo difícil de asumir, era un chico bastante lento, por no decir bastante estúpido. Como ya ha quedado claro hasta el momento, Marilen era quien pensaba por mí, acomodando mis ideas, desasnándome y aleccionándome prácticamente a cada hora. Sin ella, creo que no hubiera sido capaz de saber por qué lado agarrar un cuchillo.

Bueno, quizás no tanto, pero Marilen era increíblemente importante en mi vida, y en aquella decisión de ir a la reunión de maestros ella no había participado. Obviamente fui todo el trayecto cuestionándome la decisión. Marilen estaba con Erian, practicando aquello que siempre hacían y que todavía no me habían mostrado ni explicado, así que no pude expresarle mis temores. Mi abuelo se había sorprendido un poco de mi petición, pero no se había mostrado ni molesto ni complacido con ella. Su reacción fue básicamente acorde a la relación que teníamos.

Como aquella tarde diluviaba, la sesión se llevaría a cabo en el edificio del gremio de los comerciantes, el más acaudalado de la aldea, y por ende, el que contaba con las mejores instalaciones. La sala principal era igual que la que uno vería en cualquier casa, solo que con muchísimos más asientos dispuestos alrededor de la hoguera, y con mesas para que los maestros y sus asistentes se acomodaran durante las sesiones. Unas jóvenes meseras iban recibiendo a cada recién llegado con amplias sonrisas, entregando jarras de cerveza y una tablita con pan y queso para agasajarlos antes de llevarlos a sus mesas asignadas. Mi abuelo aceptó todo con gruñidos de fastidio, compensados con la excesiva bondad del amable Otto. Como todos en la aldea sabían que Otto y mi abuelo eran vecinos y amigos, sus mesas estaban contiguas, lo que para mí fue un alivio. Si bien era mi abuelo, pasar toda una velada a solas con él podía ser espantoso; tener a Otto como respaldo me dejó muy tranquilo.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora