III: Contraste.

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Mi última semana como un simple herrero de Leydenar se pasó rápida y amargamente. Estaba demasiado aturdido como para hacer algo significativo como despedida, así que básicamente me dediqué a permanecer en mi hogar sin hacer nada, contando las horas para lo que para mí era la sentencia de muerte. Exagerado, lo sé, pero así me sentía en verdad.

Jorin me consolaba diciéndome que aunque ya no viviera en Leydenar estaría cerca de todos mis seres queridos, y que seguiríamos viéndonos asiduamente, ya fuera en nuestro hogar o en la capital. Lo que Jorin no entendía era que mi derrota no radicaba en tener que mudarme de Leydenar. La derrota era que, al verme obligado a unirme al servicio del rey, prácticamente convertía mi vida en la de un herrero. Me había forzado a admitir que no quería ser un guerrero durante los últimos meses, pero siempre sabiendo bien en el fondo que mi obsesión seguía viva. Las palabras de Thales habían bastado para que mi obsesión recuperara la fuerza que había tenido durante mi niñez.

Durante mi niñez, ese era el asunto. Ya no era un niño que podía virar su rumbo cada vez que su caprichoso corazón se lo dictaba, ya era un adulto y tenía que actuar en consecuencia. Odiaba hacerlo, pero lo hice.

Otto vino a buscarme a mi habitación para avisarme que ya era hora de despertar. Yo ya estaba levantado, sentado sobre la cama en completa quietud para no perturbar el descanso de Marilen, quien había dormido conmigo aquella noche. Otto sonrió con tristeza mientras acomodaba a mi hermana sobre la cama, cubriéndola con las mantas y besándole la frente. Antes de que pudiera alejarme, Marilen tomó mi rostro entre sus manos e imitó mi gesto. Tenía los ojos cerrados por el sueño, pero su voz sonó clara y bien despierta cuando me dijo que me quería y que todo seguiría igual. Suspiré con dificultad, me despedí una vez más, y salí tras los pasos de mi maestro. Al llegar al salón principal de la casa cerré el pequeño alijo con las pertenencias que me llevaría a mi nuevo hogar. Me abroché mi capa favorita, regalo de Idilien, me calcé el par de botas nuevas que había comprado dos días atrás, me ajusté el cinturón de armas, y miré por última vez la casa que me había dado cobijo hasta aquel día. Regresaría infinidad de veces a la casa Meru, lo sabía. Pero también sabía que aquel ya no sería mi hogar; la casa Meru había sido la casa de mi infancia, aún tenía que encontrar la de mi adultez.

Era muy temprano aún, y como el frío era atroz, no nos cruzamos con nadie en nuestro camino al sur. Iríamos por barca, ya que Otto no se sentía con ganas de andar por el largo camino con las bajas temperaturas que cubrían nuestras tierras. Además, con la guerra recrudeciendo en el sur, nunca se podían tomar demasiados recaudos. Nadie lo decía, pero el hecho de que Edel estuviera ganando de manera tan aplastante asustaba a todos en el reino, y esos temores comenzaban a reflejarse en la vida cotidiana de la gente común.

Tuvimos que aguardar a que el huraño barquero, un primo lejano del padre de Aremis, terminara de preparar la embarcación que nos llevaría a través del Denar hacia las costas de la capital. La duración del viaje sería de aproximadamente quince minutos, siempre dependiendo de los vientos, pero yo ya sabía que para mí se terminaría en un santiamén. Ahora que estaba frente a la barca que me llevaría a mi destino, comenzaba a sentir una desesperante resignación. Ni siquiera saber que tenía a Erynfalk en mi alijo me consolaba. Es más, comenzaba a pensar que llevar mi espada era un error.

Finalmente el barquero nos ordenó que subiéramos a la nave, y tras cobrarnos una moneda de plata, soltó amarras y comenzamos el recorrido. La barca se deslizaba suavemente sobre las aguas calmas del río, haciendo que el viaje fuera extremadamente tranquilo. Internamente anhelaba que se desatara una tormenta que nos mandara a todos al fondo del río, cosa que por suerte para mi familia no pasó. Muchísimo antes de lo que quería, las altas murallas perimetrales de Alacadia, capital del reino homónimo, aparecieron frente a mis ojos. La primera vez que las había visto, adornadas con pendones y estandartes del más alto calibre, la emoción me había embargado. Había sentido que estaba en el centro del mundo, en el lugar donde todo lo importante ocurría, el lugar donde las piezas más poderosas, influyentes y astutas del juego se reunían. Ahora me generaban un sabor agrio y vomitivo; los colores de los estandartes se me antojaron pálidos, sus telas desteñidas, y las murallas a mis ojos eran las burdas paredes de roca sólida que obrarían como mi prisión. Qué fatalista que estaba, ¿no? Ya lo creo, pero tenía mis motivos.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora