XI: Dulce aniquilación.

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Mis próximas horas fueron bastante menos gloriosas que mi engreído regreso a casa. Primero tuve que soportar la ira de Otto y de mi abuelo, ya que me había olvidado de avisar que no me quedaría en la reunión. Según mi furioso abuelo, cuyos gritos debieron escucharse hasta en Reihren, los dos adultos habían pasado horas preguntando a todos si me habían visto rondando por la zona. Al final una de las meseras recordó que me había visto yéndome a solas del lugar, por lo que mi abuelo y mi maestro asumieron que había regresado a casa. Cuando mi abuelo terminó de gritarme, me castigó quitándome la paga de un mes entero; Otto no obedecería a la larga el castigo, pero en su momento me llenó de frustración, sentía que era demasiado severo por un error tan pequeño.

La segunda parte de mi caótico regreso al plano de los mortales la protagonizó Marilen, quien durante horas se limitó a mirarme con mala cara. Winne y ella me habían curado algunas heridas superficiales, afortunadamente sin interrogatorios luego de mi patética justificación de cómo me las había hecho, y como durante la cena se habló únicamente del grifo y de la leva, mi amiga no tuvo oportunidad de decir nada. No obstante, cuando subimos a nuestra habitación para dormir, Marilen cerró de un golpazo la puerta, y me fulminó con la mirada. Yo me moría de sueño, mi cuerpo estaba tan agotado como mi mente y solo quería dormir, pero la actitud de la chica me dejó bien en claro que eso no pasaría en el corto plazo.

―¿Por qué te fuiste de la reunión?― preguntó sin rodeos, sus ojos completamente oscurecidos por la furia.

―Quería tomar aire― contesté con voz temblorosa, sintiéndome completamente amenazado.

―¿Bajo la lluvia y con el viento que había?― gruñó Marilen―. ¿Piensas que nací ayer?

―No, pero...

―¿Por qué te fuiste de la reunión?― insistió con tono implacable. Tenía las manos cruzadas en el regazo, la espalda recta y la cabeza erguida; si mis ojos cansados hubieran visto desde afuera la situación, hubieran visto a dos niños que no parecían de la misma edad. Marilen parecía una madre retando a su niño travieso―. No me mientas, Rae, porque lo sabré. Papá te vio saliendo con Halgh y sus amigos. ¿Por qué fuiste con ellos? Hace mucho que no jugabas con ellos.

―No salí a jugar con ellos― refunfuñé con fastidio. Marilen me había arrinconado tan fácilmente que me hizo sentir un imbécil. Lo era, pero tampoco me gustaba que me lo recordaran―. Halgh y sus amigos son unos imbéciles...

―Y por eso te partieron la cara― bufó Marilen.

―¡No me partieron la cara! ¡Yo se las partí a ellos!― me defendí con orgullo, rechinando los dientes―. Eran tres contra mí y aún así los vencí, solo me pudieron frenar cuando me atacaron con un palo por la espalda.

Marilen puso rostro pétreo, mirándome sin expresión durante un tiempo que pareció una eternidad. Sabía que detrás de esa forma de mirarme estaba escondiendo su reproche; esa mirada me dolió mucho más que los gritos de mi abuelo o mi castigo de un mes sin paga que me había impuesto. Necesitaba que dijera algo, pero como ella siguió en silencio, interpreté que me estaba dando la oportunidad de hablar y defenderme.

―Cuando los adultos comenzaron a hablar del grifo y de las compañías mercenarias, vi que Halgh me hacía unos gestos desde el otro lado de la habitación― dije con voz baja, evitando mirar a los fríos ojos oscuros de Marilen―. Era el mismo gesto que Erian y Thales hacen. El gesto de bienvenida.

―¿Este?― preguntó Marilen súbitamente, imitando a la perfección el gesto, haciéndolo con una gracia sublime. Asentí, poco sorprendido―. No es un gesto de bienvenida, es un gesto de agradecimiento.

―¿De agradecimiento?― repetí arqueando las cejas.

―Sí. Cuando le obsequian ese saludo a alguien, están dando a entender que le agradecen a la vida tener una oportunidad de volver a ver a esa persona.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora