Un ruido resonó en su habitación de piedra. Se trataba de un majestuoso estruendo que hizo retumbar la torre entera. Despertar a su agotada mente a través de sus casi sordos oídos no era fácil, el ruido ciertamente se había esmerado.
Contó hasta treinta con lenta cadencia, cada intervalo entre número y número igualando la velocidad del avance del segundero de un reloj. Menudo invento aquel, mucho más preciso a la hora de medir el tiempo que cualquier mente, por afilada que fuera. Treinta números, treinta segundos.
Como cada día, si es que efectivamente era de día, ya que veía poco y nada y no tenía manera de saber desde su cama, los treinta segundos más dulces de la jornada. No eran dulces solo por estar libres de dolores corporales, su maltrecho saco de huesos, piel y músculos flojos demasiado entumecido como para sentir algo tras las escasas horas de sueño que había conseguido acumular, sino porque su mente todavía no se había encendido. Cierto, era una mente patética, un fantasma de lo que había sido en su momento, pero era una mente que recordaba. Y en esos treinta segundos en los que su mente funcionaba aún peor que de costumbre, él aprovechaba para no recordar. Recordar era dolor, era estar muerto pero sin llegar a morir.
Pasaron los treinta dulces segundos; para evitar que su mente, sus recuerdos y su dolor se adueñaran de su vida, se puso de pie. Se acercó a la ventana para ver que ciertamente era de día, tenues rayos de luz filtrándose a través del vidrio sucio obraron como la confirmación. Debería limpiarlo más a menudo, pensó, incluso un maldito ciego como él podía ver la mugre que había sobre su superficie.
Una vez resuelto el dilema de si era de día o de noche, se puso a analizar, con toda la lentitud mental que lo caracterizaba, el ruido que lo había despertado. Hasta alguien con medio cerebro hervido hubiera notado que se trató de una gran explosión. Uno no podía hacer sacudir una torre con una explosión pequeña, mucho menos despertar a un sordo. No, había sido una gran explosión, eso podía confirmarlo. Le llevó unos minutos más determinar qué había causado aquel enorme estruendo.
Un cañón. A juzgar por la vibración del mundo, un cañón ubicado sobre las murallas blancas de la ciudad maldita. Menudo invento el cañón, tan útil como un reloj en muchos aspectos, bastante más mortífero. Su vida había estado plagada de desgracias, tragedias y dolor, pero una de las cosas que más agradecía era no haber pasado su adultez enfrentándose a esos cañones que derribaban tan fácilmente muros y edificios por igual. Cuánto daño podrían causar a una formación de soldados, no quería ni siquiera imaginarlo. Afortunadamente los habían inventado mucho después de su retiro de los campos de batalla, quizás unos trescientos, trescientos cincuenta años atrás. En cierto modo era una lástima: no hubiera estado mal ser partido al medio por la bala de un furioso cañón lordénico. No era el mejor final, pero era un final, algo que llevaba toda una vida anhelando.
Cañones. ¿Por qué disparaban cañones? La luz que entraba a su pequeña habitación era clara, suave. El sol no debía haber llegado a su cénit celestial, así que debían estar en las primeras horas de la mañana. ¿Por qué disparaban cañones temprano en la mañana? Su corazón latió un poco más fuerte. ¿Acaso alguien estaría atacando la ciudad maldita?
No, aquello era una idiotez. Ningún otro cañón sonó, no se trataba de un ataque contra la ciudad. Nadie se atrevería a atacar una de las ciudades más poderosas dentro del imperio lordénico; nadie se atrevería a atacar el centro de poder del rey Masseron, marioneta del Emperador lordénico en aquella parte del mundo conocido. Seguramente había sangre edelrena en el rey, pero su corazón era enteramente lordénico. No podría haber llegado nunca hasta aquel puesto sin ser un perro fiel y leal del Emperador, los antiguos emperadores lordénicos se habían asegurado de que así fuera por siempre.
Mal no les iba, llevaban más de cinco siglos gobernando indisputadamente la tierra que él conocía. ¿Cuánto tardarían en aventurarse hacia los mares del oeste, donde encontrarían algo más de desafío que en esas mansas tierras ya conquistadas? El Emperador Jarian VIII no era el gobernante más audaz e intrépido, según contaban sus servidores, pero quizás sus hijos, sus nietos, o sus bisnietos, tendrían algo más de valor para aventurarse hacia lo desconocido. El verdadero Jarian, el primero que utilizó aquel nombre, el hombre al que la historia había convertido en leyenda, se había atrevido a expandir su imperio hacía más de quinientos años.
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Stormbringers I: Los Colores de la Guerra
FantasyUn hombre atrapado entre el pasado y el presente, atrapado en un mundo que cambia y avanza mientras espera que llegue lo único que necesita. La aventura de un niño que soñó con ser guerrero, y que tuvo la desgracia de ver su sueño cumplido en el mo...