IX: Un final distinto.

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A medida que mis felices días libres avanzaban, llevándome hacia el inexorable final del verano en el que el pueblo se alzaría en celebraciones, mi ánimo comenzó a diluirse hasta convertirse en pura desdicha. No quiero sonar desagradable, pero la presencia de mis amigos, ambos enamorados y rebosantes de felicidad, a veces terminaba dejándome un sabor tan amargo en la boca que hacía que martillar incansablemente en mi forja fuera un mejor plan. No eran ellos puntualmente la razón de mi estado de ánimo calamitoso, sino la propia cercanía al festival. Para aquellos que acudirían junto a sus personas amadas era una bendición; para el único muchacho de quince años que quedaba sin pareja era casi una tortura, o al menos así lo consideraba yo. De todos modos, mi humor recibía leves caricias en las contadas ocasiones en las cuales mis amigos no querían hablar de romance y cursilerías.

Dos días antes del festival, mientras paseaba con Jorin y Aremis, con la cabeza puesta exclusivamente en lo que haría aquella noche fatídica, vimos una larga procesión de jinetes cabalgando a toda marcha desde el sur y hacia la capital del reino. Nos quedamos observando a los jinetes, todos embanderados detrás de los colores del conquistador Magiar, el dragón celeste sobre un campo negro. Una comitiva de jinetes locales salió a recibirlos, y cuando comenzábamos a anticipar una verdadera pelea en los caminos del reino, los jinetes de Magiar volvieron grupas y cabalgaron tranquilamente hacia el sur. Esa misma noche, cuando cené a solas con mi abuelo, supe a qué habían ido.

―Esos mensajeros deben haber venido para exigir que Swaney le jure pleitesía al rey Magiar― teorizó mi abuelo, revolviendo el estofado de pescado que le había cocinado―. Magiar debe estar dándole la oportunidad de que se convierta en su vasallo sin violencia antes de atacar y conquistarlo.

La tranquilidad con la que mi abuelo me hablaba me desconcertó un tanto.

―¿Qué significa ser un vasallo de alguien?― pregunté con la cabeza nublada por las dudas.

―Conoces a lord Finnean, ¿verdad? El cuñado del rey, el gran terrateniente del norte.

―Sí, lo conozco― dije sin admitir que tan solo había visto de pasada al joven lord Aerebert Finnean, el noble más poderoso del reino detrás de la familia real, quien además de tener varias fortalezas e incontables hectáreas en el norte del reino, también contaba con una inmensa mansión en el distrito aristocrático de la capital. Conocía muy bien su blasón porque la mansión quedaba de camino al trabajo, así que pasaba por allí todos los días.

―Bueno, Finnean es un vasallo del rey. Las tierras son legalmente de Swaney, pero él se las cede a Finnean a cambio de vasallaje, que es básicamente una promesa de apoyo militar, político y económico. Finnean recolecta sus ganancias, paga sus impuestos al rey, y administra con libertad sus tierras. Si el rey lo requiere, Finnean tiene que poner sus soldados a su disposición, cosa que pasará muy pronto si todo sigue así. Eso es básicamente el vasallaje, o al menos es lo que puedo explicarte con palabras simples.

―¿Y por qué Magiar quiere que Swaney sea su vasallo? Ambos son reyes.

―Bueno, pues ahí está la cuestión. Magiar quiere ser el único rey, así que a Swaney no le queda otra que convertirse en un noble feudal del sureño. Es eso, o morir irremediablemente.

―¿Crees que Magiar va a matar a Swaney?― pregunté con dificultad.

―Si Swaney es un imbécil y decide guerrear, entonces sí, morirá.

―Combatir al conquistador extranjero no es una imbecilidad― protesté vehementemente, mirando a mi abuelo con desafío―. El rey Swaney protegerá a su gente.

―Si decide luchar, masacrará a su gente, y tendrá que vivir con la sangre de sus súbditos manchando sus manos― insistió mi abuelo, mirándome con una fría tranquilidad que me ponía los nervios de punta―. Si es que sobrevive...

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora