El primer recuerdo vívido que tengo se remonta a cuando todavía no había cumplido cinco años. Estaba caminando junto a mi abuelo, mi pequeña mano aferrándose casi con desesperación a la tela de su pantalón, rodeados de la mayoría de los habitantes de la aldea en la que nací y fui criado. La aldea se llamaba Leydenar, que en la lengua edelrena significaba literalmente A orillas del Denar. El Denar, como seguramente saben ya que conserva su nombre aún hoy, es el río más importante de la región céntrica de esta parte del Imperio, y hace seis siglos lo era aún más. Cientos de pequeños pueblos crecían a la veda del río, aprovechando el amplio curso de sus tranquilas aguas, navegables hasta para el más incompetente de los marineros. Mi hogar era uno de esos pueblitos.
Mi aldea era feliz y absolutamente normal. Éramos pocos, así que todos nos conocíamos bastante bien. Los adultos tenían los típicos oficios de pueblo, heredados de generación en generación. Mi abuelo, por ejemplo, era carpintero; en su juventud había viajado a ciudades más grandes para trabajar en los astilleros fluviales reparando embarcaciones o construyendo algún ambicioso proyecto financiado por un rey aficionado a la navegación. En esa época, previa al gran surgimiento edelreno, los reyes abundaban, así que cualquier trabajador capaz e imaginativo podía crecer a expensas de los monarcas. Al llegar a una edad más avanzada, mi abuelo decidió regresar a Leydenar para restablecerse en el pueblo de su infancia, montando un taller de carpintería con la fortuna que había ganado durante su juventud. Su taller, ubicado en la parte inferior de la casa de dos plantas que había construido al instalarse nuevamente en Leydenar, estaba al lado de la herrería, atendida por el barbudo Otto, un viejo compañero de aventuras de mi abuelo, y un hombre al que le debo mucho, ya que él y su esposa Winne prácticamente me educaron y me cuidaron tanto como mi abuelo.
Y por supuesto, en aquel primer recuerdo, en el que caminaba junto a mi abuelo, Otto y Winne también estaban allí, él llevando en sus hombros a su hija Marilen, ella tomada de la mano de su hijo también llamado Otto, una absurda costumbre local que jamás pude entender. Se respiraba un gran ambiente de excitación, la sensación de la novedad contagiando a todos los habitantes del pueblo. Yo no entendía demasiado qué estaba ocurriendo, me sentía más bien atemorizado por el ruido, por ver tanta gente junta caminando por la calle principal de la aldea, la masa uniforme avanzando hacia la plaza central de la misma, ubicada en la intersección de los dos caminos más importantes, un lugar donde los sucesos más gravitantes acontecían. Quizás mi inocente mente de niño auguraba lo que estaba a punto de ocurrir.
Llegamos a la plaza, mi abuelo y Otto abriéndose paso medio a la fuerza para acercarnos al eje de atracción de la jornada, mis pequeños pies prácticamente corriendo para mantener el ritmo de los adultos. Marilen me miraba con burla desde los hombros de su padre, feliz de no tener que hacer ningún esfuerzo. Le devolví el gesto a esa adorable arpía una vez estuve sentado en los hombros de mi abuelo. La niña, en vez de enojarse, se rió con ganas e intentó alcanzarme para jalar de mi ropa. Su padre le dio una palmadita en la rodilla para que se quedara quieta, justo cuando el silencio se adueñaba de la masa expectante. Mis ojos se centraron al frente, donde el sabio de la aldea estaba hablándole a su pueblo, agitando sus manos frente a su rostro para enfatizar sus palabras. Yo no las oía, o en realidad no les prestaba atención. Estaba por cumplir cinco años, me importaban un bledo esas cosas, yo solo estaba allí porque mi abuelo me había llevado. Dos hombres detrás del sabio llamaron mi atención debido a las largas lanzas que portaban en sus manos. No había soldados en la aldea, así que debían ser hombres de la ciudad, hombres importantes. Sus prendas de cuero parecían desgastadas, lo que debía significar que tenían experiencia luchando; lucían como el estereotipo de soldado dictaba: rudos, burdos, rústicos, violentos. A mis ojos eran dos colosos que no pertenecían a mi mundo, así que lógicamente no pude dejar de mirarlos con una mezcla de fascinación y terror que me impedía parpadear.
El sabio terminó su discurso, sonaron unos pocos aplausos, se oyeron unos gritos de protesta, y luego todo terminó. La gente se quedó petrificada, observando el espectáculo con expresiones similares a la mía al mirar a los soldados, y solo reaccionaron una vez estos dos bajaron de la tarima de madera para escoltar al sabio de vuelta a su hogar. Oí a mi abuelo soltar una silbido de sorpresa.
―Pobre bastardo, la soga no fue amable con su cuello― sonó su voz rasposa y áspera, consecuencia de una vida aspirando polvillos de madera―. Un espectáculo digno de ver, sí señor.
Yo miraba con los ojos abiertos de par en par, preguntándome por qué nadie estaba ayudando a aquel hombre que colgaba por el cuello de una soga. Sus piernas se sacudían violentamente, su pantalón estaba empapado de orina por el terror del sufrimiento, y su rostro comenzaba a ponerse de un tono púrpura. Miré hacia mi costado, buscando explicaciones en Marilen, pero ella tampoco las tenía. Estaba mirando al pobre diablo con espanto en su mirada. El pequeño Otto había escondido su cabeza en las faldas de su madre, incapaz de ver morir a ese desgraciado. Al parecer, solo los adultos estaban disfrutando de aquella exhibición, y vaya que lo hacían. Algunos solo observaban, pero otros más osados le arrojaban piedras al moribundo hombre, gritándole insultos de todos los colores mientras la vida se escapaba de su cuerpo. A mí me pareció que duró una eternidad, y no fui consciente de que todo había terminado hasta que me encontré sentado en mi silla favorita del taller de mi abuelo, jugando con el caballito de madera que él me había tallado.
―Alcánzame la sierra de mano, Raeven― pidió mi abuelo, sacándome del letargo.
Obedecí, mi joven mente todavía espesa y lenta por lo que había vivido.
―La sierra, Raeven, no el martillo― bufó mi abuelo, depositando la herramienta equivocada en su mesa de trabajo, y yendo él mismo a buscar la que me había pedido. Regresó refunfuñando, y se puso a cortar una amplia plancha de madera en la que estaba trabajando―. ¿Tienes hambre?
Negué con la cabeza, mirando la hoja dentada de la sierra cortando la madera con absurda facilidad. Mi abuelo captó mi mirada y sonrió. Por alguna razón amaba que me gustara tanto lo que él hacía, eso siempre parecía sacarlo de su habitual mal humor. Depositó la sierra en la mesa, sopló, levantando polvo por todos lados, y bajó la plancha al suelo, acercándola a mí.
―¿Sabes qué haré con esta madera, Raeven?― preguntó con su tono más amable, invitándome con la mirada a que tocara la superficie rasposa de su trabajo. Sí, sin dudas ser observado por un niño que lo idolatraba potenciaba su amor de abuelo.
―¿Un barco?
―No, no un barco― se rió él, acariciándome la cabellera negra con cariño. Miró la plancha de madera con sumo orgullo, como si aquel fuera su obra maestra. Yo no lo entendía―. Me llevará un buen tiempo hacerlo, pero este será el trabajo más importante de mi vida. Un árbol genealógico, desde el fundador de la casa real hasta la actualidad, todo tallado en madera de cedro. El rey Swaney me lo encargó personalmente, y ya sabes lo que dicen de él.
―Que tiene más riqueza que el río peces― recité, recordando lo que todos en el pueblo decían de nuestro monarca, el rey de Alacadia.
―Exactamente. Y no es solo por las riquezas, pequeño, sino también por el prestigio. Por el orgullo. Trabajar para los poderosos, para los que reinan, para nosotros los humildes es una gran oportunidad. Con lo que Swaney nos pagará podríamos comprar tres casas más, pero también nos pondrá en el más alto nivel de los artesanos. Todos sus seguidores preguntarán de dónde sacó el rey semejante obra de arte, así que todos vendrán a ver nuestro taller. Tendremos tanto trabajo que serán tú y tus nietos quienes lo terminen.
Mi abuelo volvió a reír y comenzó a lijar la madera con paciencia, corrigiendo cada imperfección sobre su superficie. A mí me importaba poco lo que el rey y sus súbditos pudieran decir sobre nuestro taller, mi mente estaba fija en otra cosa, y así quedaría hasta que pudiera exteriorizar mis pensamientos. Miré repetidamente a mi abuelo, buscando el valor para hablar, sin encontrarlo. Por lo general no le gustaba que le hablen mientras trabajaba, y por algún motivo, imaginé que mi pregunta no le caería bien. Al igual que mi abuelo, quien había esperado toda su vida por una oportunidad tan importante, yo tendría que esperar para obtener mis respuestas.
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Stormbringers I: Los Colores de la Guerra
FantasiaUn hombre atrapado entre el pasado y el presente, atrapado en un mundo que cambia y avanza mientras espera que llegue lo único que necesita. La aventura de un niño que soñó con ser guerrero, y que tuvo la desgracia de ver su sueño cumplido en el mo...