Al abrir la puerta de su habitación pudo ver que ya dentro de la cama estaba su esposa acostada, parecía dormir profundamente y tal vez podía haberlo logrado, después de todo él estuvo mucho rato quemando en la cocina la camisa con la sangre seca, quemando evidencia que lo incriminara de un reciente asesinato del cual era autor.
Aaron: Esposa mía. ¿Dónde estuviste metida hace un rato? -Incluso cuando no quería sonar nervioso, lo hacía.
María José: -fingió que despertaba, se dio una vuelta entre las sábanas hasta observarlo allí parado frente al lado de la cama que le correspondía- Hay una tormenta afuera, los truenos me ponen nerviosa así que salí a mirar para ver si había caído un rayo cerca. Cuando volví usted no estaba, así que me quedé dormida. –A pesar de la oscuridad pudo sentir como la tensión en el cuerpo de su esposo había desaparecido. La inglesa quiso chillar de pánico, él era un asesino. ¿A quién le había quitado la vida? - ¿Por qué me lo pregunta?
Aaron: Por nada. Mejor durmamos un poco más, son las cinco de la madrugada.
Sintió sobre el colchón cuando él se acostó a su lado, pensó que iba a abrazarla, pero para su alivio Aaron estaba tan metido en sus pensamientos que le dio la espalda y se quedó dormido hacia el otro lado de la cama. Las lágrimas caían de sus ojos por la angustia. ¿Cómo un hombre tan bueno en el futuro podía ser tan cerdo en el pasado? Sabía que no era ningún alma inocente, pero le costaba creer que fuese un asesino, aunque en el fondo de todo, sabía que era la verdad. ¿Quién había sido su víctima? No podía ser un animal o una mascota, nadie que hace aquello oculta una camisa con tanta ansiedad.
.....................
15 de noviembre 1710, 5 días después.
Como una dama que debe comportarse con delicadeza, como una señorita de la nobleza, María José bebía su té en compañía de los padres de su esposo, en aquel salón de la mansión que disponían precisamente cuando querían tener un momento familiar a solas. Aaron por supuesto que no estaba, aunque había almorzado con ellos, de manera repentina salió con un grupo de hombres aristócratas a discutir ciertos asuntos políticos, en los que ella por supuesto no estaba interesada.
La chimenea estaba encendida, el frío afuera calaba los huesos de cualquiera que se atreviera a andar despojado de abrigos o mantas, estaban en los días más fríos de otoño. Frente a ella, su suegra, Annette Warwick, leía un libro de los poemas ingleses más destacados del siglo, su suegro Scott Warwick, por otra parte, leía "The Tatler", una revista británica que contaba noticias y chismes londinenses y que salía alrededor de dos a tres veces por semana, si bien le llegaban con días de atraso, siempre la pedía porque tenía un gusto secreto por lo que se comentaba en los cafés de la capital. Después de reunir valor suficiente, dejó la taza de lado y alzó la voz sólo lo suficiente para captar la atención.
María José: Saldré por un momento hoy. -Ambos alzaron con tranquilidad sus rostros hacia ella- Es un poco difícil para mí hablar de esto, pero el día que fui devuelta a Exeter, me dejaron en un granero de unos campesinos que me cuidaron hasta que estuve en condiciones propicias de volver a mi antiguo hogar. Eran personas muy humildes y sencillas, sé que han pasado meses, pero necesito devolverles aquella acción tan caritativa que tuvieron conmigo, nunca tuve tiempo para retribuirles y en estos días no he podido dejar de pensar en el asunto.
Scott: ¿Son pensamientos que no te dejan tranquila?
María José: Sí, señor Warwick, creo que es una forma de demostrar que las personas de la nobleza podemos mantener... –quería decir "lazos" pero creía que podrían burlarse- quiero decir, es una forma de fomentar la empatía en el pueblo. ¿No deseamos con tanto ímpetu que mi amado esposo sea en un futuro cercano el Conde de Devonshire? Si bien no es un título que lo otorgue el pueblo, el hecho de ser amado por ellos asegura la estabilidad y la seguridad. Eso dice mi padre, William Goodwin.