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Al salir de clases tomé a Ian del cuello de su camisa, arrastrándolo como una madre enojada con su criatura y sin darle ninguna explicación ni a él ni a los otros dos que se nos quedaron viendo como si yo hubiese perdido un tornillo.
El alfa no paraba de tartamudear con nerviosismo como si hubiese cometido un pecado capital y yo lo hubiese descubierto solo para darle una sentencia de muerte.

Yo, por mi lado, no dije una palabra hasta que estuvimos a mitad de camino hacia la casa de Ian, en una bifurcación que me llevaría hasta casa de Aran con bastante sencillez.

Me detuve y respiré hondo.
El alfa me miró en total silencio y con cara de «piedad, soy muy joven para morir».

Bufé.

—Ian, ¿por qué no acabas de decirle a Noah lo de tu olfato? —pregunté, muy directamente.

Él frunció el entrecejo y estuvo a punto de decir algo, pero yo volví a hablar antes de que mi querido mejor amigo soltara otra de sus para nada inteligentes excusas.

—Mira, o se lo dices tú, o se lo digo yo —advertí, aunque no iba a hacerlo realmente—. Deja de temer a una mala reacción que es muy poco probable que recibas y tenle un poco más de confianza a ese omega —aconsejé, Ian solo bajó la cabeza—. Recuerda que él no va a esperar por ti toda la vida —dije—. Ten confianza —repetí, esta vez con una voz más suave.

Con movimientos ansiosos, Ian frotó las palmas de sus manos con los lados de su pantalón antes de hablar.

—Selín, te has vuelto más malo desde que eres omega —rio por lo bajo.

—O tal vez me he vuelto más honesto. Me he dado cuenta de las cosas importantes no pueden reprimirse —sonreí—. Habla con él, Ian, no tengas miedo —puse mi mano sobre su hombro para transmitirle un poco de seguridad y agregué—: Ustedes dos fueron hechos el uno para el otro, algo como esto no puede ser un problema.

Eran destinados, después de todo.

Deseé que eso hubiese sido suficiente para convencer al alfa con problemas de confianza frente mío, pero no lo sabría sino hasta la próxima vez que nos viéramos.
Desde el fondo de mi corazón esperaba que Ian se tomara el tiempo para pensarlo a profundidad y llegara a darse cuenta por sí mismo que solo necesitaba un poco de valor, solo un poco, no más que eso.
Al fin y al cabo, incluso un camino de mil millas comenzaba con un paso, y ese sería su primer paso, y estaba seguro de que sería uno que lo llevaría a lugares realmente hermosos con el pequeño omega.

Suspiré, tal y como ya se me había casi que convertido en una especie de hábito.

—Bueno, yo ya tengo que irme —avisé—. Piensa en lo que te dije, Ian, es mejor que no dejes pasar mucho el tiempo —y luego de un golpecito en su brazo a modo de despedida, me di la vuelta y tomé la calle que me llevaría directo a la casa del pelinegro.

Respiré hondo.
Cada paso que me acercaba a ese lugar provocaba latidos más y más desbocados. No entendía por qué estaba tan nervioso. Quizás fuera porque era la primera vez que iba por mis propios pies a ese lugar, o porque la última vez que había estado ahí había sido cuando habíamos tenido… sexo...

Relamí mis labios de manera inconsciente al recordar.

Pronto, ya estaba frente a la puerta de ese tipo. Quieto, totalmente inmóvil, tan cual una estatua, no me veía capaz de reunir el valor para tocar el timbre. Fue penosa la cantidad de veces que levanté mi mano con intenciones de presionar el dichoso botón y volví a bajarla con mi corazón pitando de manera ruidosa en mis oídos, víctima de una indecisión atípica y molesta, por la cual nunca me había caracterizado.

Parejas DestinadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora