Capítulo 48. Regresa, Amelia

840 76 83
                                    

Luisita acompañaba a su abuelo a hacer algunas compras y a dar su acostumbrado paseo matutino. Había empezado el último mes del año y las clases en la universidad estaban próximas a terminar, para dar inicio a los tormentosos exámenes finales.

La rubia agarraba el brazo del hombre mayor, mientras él sostenía en sus manos, el periódico del día. Caminaban tranquilamente por las calles del barrio, cerca de la plaza de los besos y desde allí, Luisita observaba el portal donde vivía la morena. De pronto, Pelayo se detuvo para charlar con un viejo amigo que caminaba por la misma acera. Inevitablemente, la rubia volvió a poner sus ojos en aquel portal y dejó salir un suspiro cargado de profunda tristeza.

El mayor de los Gómez se despedía de su amigo con un apretón de manos, cuando sintió que Luisita se tensó. El hombre puso su vista en aquello que había dejado estática a su nieta y al igual que ella, observó a Amelia salir de su casa, arrastrando una enorme maleta. Pelayo notó cómo los ojos de la rubia se clavaban en aquella escena, al tiempo que se llenaban de lágrimas.

−Charrita, me parece a mí que deberías hablar con ella.

−No abuelo, no lo voy a hacer −dijo limpiándose rápidamente las mejillas.

−Si lo estás deseando, hija, mira nada más la carita que has puesto cuando la has visto salir.

−Déjalo abuelo, por favor −pidió casi en un susurro, dejándole ver la tristeza que tenía en sus ojos.

La morena se dio cuenta de la presencia de Pelayo y de la rubia muy cerca de allí, entonces se despidió agitando su mano, mientras esperaba que el taxi llegara. El hombre mayor se soltó suavemente del agarre de Luisita y decidió acercarse a Amelia, mientras que la rubia dio la vuelta y se dirigió a su casa.

−¡Amelia, hija, qué gusto verte!−dijo Pelayo cuando terminó de cruzar la calle.

−Hola, Pelayo, ¿Cómo está? ¿Dando su paseo matutino, como siempre?

−Sí, hija, como siempre. Veo que llevas una enorme maleta, ¿A dónde vas? Si se puede saber.

−A casa de mi madre y de Fausto, estaré un tiempo allí, hasta que empiecen las clases.

−¡Qué bueno! Devoción se va a poner muy contenta.

−Así es. Bueno, debo dejarlo, Pelayo, que el taxi ha llegado. Adiós −dijo despidiéndose, al tiempo que le indicaba al conductor para que guardara su maleta. 

−Adiós, qué tengas unas buenas fiestas, Amelia, saludos a Devi y a Fausto −respondió Pelayo.

−De tu parte. ¡Adiós! −respondió antes de entrar en el coche.

El hombre mayor se despidió de la morena agitando su mano, hasta que perdió de vista el coche. Caminó de regreso a su casa y allí encontró a Luisita sentada en una silla del comedor, moviendo insistentemente un pie y mordiendo las uñas de una de sus manos.

−A mí me da que esa chica no la ha pasado nada bien, charrita, al igual que tú −dijo el hombre mayor dejando el abrigo en el perchero −. Ya es hora de sentaros a conversar.

−Abuelo, no hay marcha atrás, lo nuestro se acabó −dijo con miedo en su voz.

−Luisita, y si lo tienes tan claro, ¿Por qué te da miedo hablar con ella?

−Porque no quiero caer en sus redes, abuelo, no quiero caer en sus mentiras; la quiero muchísimo. Tengo miedo de que lo que siento por ella sea más fuerte y se me olvide lo que hizo.

−Mira hija, puede que yo ya esté muy viejo, pero sé reconocer cuando una persona está sumida en la culpa y créeme, este no es el caso de Amelia. Ella no se comporta como alguien que ha hecho algo malo y claramente se ve que ha estado tan triste como tú. Vosotras debéis sentaros a hablar, antes de que sea muy tarde y el daño sea irremediable...

Prometo amarte y esas cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora