Sofía aprieta el paso, angustiada ante la idea de llegar tarde a su primer día tras las vacaciones. Tuerce un par de calles a la derecha y, poco a poco, irrumpe en el Casco Antiguo de Verona. Las farolas góticas, fantasmagóricas permanecen prendidas e irradian una luz amarillenta, casi naranja que arrojan el reflejo de su sombra. Persigue el trazado de las losetas, a la par que contempla su figura oblicua deslizarse por las paredes, los monumentos. Sonríe, aliviada. Olvida por un pequeño instante que llega tarde y, ensimismada en el vaivén de la balada, gira sobre sí misma. Confía en que la noche, los pájaros o los árboles escasos, de copas frondosas no cuenten su secreto. Coraline acaba, pero los primeros acordes de Torna a Casa abrazan su tímpano. Un escalofrío de placer, de sobrecogimiento desgarra su médula espinal y, con fuerza, aprieta los ojos. Por detrás de los párpados, evoca a la bailarina del vídeo, con las muletas y, después, a un Damiano roto, solo, embriagado de nostalgia. Emula sus palabras en voz baja, casi sin aire y, de nuevo, gira sobre sí misma, antes de dar con la esquina.
La Piazza Santa Anastasia no está concurrida. Permanece gris, sombría y oculta, desprovista de color ante la falta de luz solar. Apenas ha amanecido. Sumido en una intensa paleta de colores claros e intensos, todavía el cielo no se ha despojado de la capa azul oscuro, el manto estrellado de la noche. Por entre los edificios, la Luna Menguante comienza a esconderse, tímida ante la llegada de un nuevo día. Despejado, sin una sola nube, sobre las aguas del lejano, perdido mar Adriático se levanta un nuevo día.
Llega al punto acordado, pero nada, ni nadie la acompañan. Está sola.
—¡Sofía! —La llaman, a sus espaldas.
Gira el cuerpo, sobresaltada. Baja el volumen de golpe y, antes de adivinar la figura exacta de su amiga, bajo la titilante luz artificial, retira los auriculares. Torna a Casa llega a sus últimos acordes bajo la más absoluta ignorancia de su oyente.
—¡Oh, Chiara! —Exhala, llena de alivio.
Avanza un par de pasos, torpe y, sobre las puntillas se alza. Da un abrazo a su amiga largo, tendido y cálido, a pesar de la humedad pegajosa, casi tórrida que impregna el ambiente.
—¡Cuánto te he echado de menos!
Reiteran la pública muestra de afecto. Con los labios recién pintados, la recién llegada besa el cabello limpio, fino de Sofía. Sus bucles anaranjados, deshechos y maleables quedan, a trozos, manchados por ese tono borgoña e intenso. Ninguna de las dos da importancia y, cuando se separan, se contemplan un par de instantes, en estricto silencio.
Las manos grandes, amplias de Chiara sostienen el rostro rosado, redondeado de su acompañante y, sonriente, la escruta. Su nariz aguileña, torpe, junto a los labios finos, rosados o el reguero de diminutas pecas, granitos, apenas visibles que pueblan sus pómulos. Por debajo de las ojeras violáceas, los pulgares se pasean, con la pretensión de borrar rastros emborronados de la crema solar. Ambas mujeres se miran a los ojos, alegres. Nota que se ha maquillado distinto; menos rímel, el eyeliner más definido y una sombra oscura, que ensalza el tono clarito, color miel de su iris. Las cejas anaranjadas, definidas coronan el aspecto pacífico, suave de su expresión facial y, a lo lejos, las campanadas. Un par de tañidos lúgubres, sombríos que resquebrajan el silencio del lugar.
—Oh, oh —puntualiza Sofía. —Llegamos tarde.
—No por mucho rato —su amiga la agarra por el brazo y, antes de poner adivinar su intención, rompe a correr.
Tironea de ella, brusca. El hecho de que es más alta y, dado que es casi culturista, más fuerte arrastra a la chica sin que pueda oponer resistencia. Alcanza a articular una orden clara, coherente a su cerebro, que acompasa los pasos a los de su amiga.
Tres minutos después, ni uno más, llegan a su lugar de trabajo, la Casa de Julieta. Permanece el exterior, tan bien restaurado, iluminado de forma suave, sutil, por unos pequeños focos que, a ras del suelo, entre los arbustos, están escondidos. Saludan al guardia de seguridad entre carraspeos, toses y exageradas inhalaciones, producto de la intensa carrera sobrevenida. Sofía incluso apoya el cuerpo en el muro exterior, a sabiendas de que no es recomendable hacerlo. Cuando la llave hace clic, Chiara la vuelve a arrastrar hacia adentro.
—¿Café? ¿Té? —Cuestiona.
Enciende luces conforme irrumpe en las sucesivas estancias de la casa y, por fin, llegan a la Zona, su lugar de trabajo.
—Eso no es para nosotras —musita su acompañante —sino para los turistas.
—Ajá, ¿tú ves alguno? —Y pone la cafetera al fuego.
Sofía sale al pasillo para cerciorarse de que, en efecto, están solas. Regresa al interior, más aliviada y, por fin, toma asiento. Deja escapar un suspiro agotado y, entre sus brazos, hunde el rostro.
—¿Mala noche?
—Odio menstruar —protesta. —Ugh, es tan desagradable e incómodo. Por poco llego esta mañana porque me he tenido que duchar, no veas cómo he puesto la cama.
—Tienes suerte dentro de lo que cabe —comenta, distraída.
Prende la pantalla de su teléfono móvil para comprobar la hora y, con decepción, se percata de que apenas han transcurrido dos minutos. Todavía quedan cinco. A un par de metros de ambas, ruge el café a medio hacer, furioso. Devuelve la atención a su amiga, quien la fulmina con la mirada.
—¿Suerte? —Reprime el instinto asesino, voraz. —¿Que se me desprenda el endometrio cada mes como castigo por no haber concebido una hija a la Madre Naturaleza es suerte?
—Para el carro, Romeo —exige. Coloca las palmas frente a sí y, con el ojo derecho, controla el reloj. —Tienes suerte de estar acompañada.
—¡Por una señora de noventa años que está casi ciega! —Escupe, llena de resentimiento ante la vida. —Le estoy dando más trabajo a mi abuela, Chía. Esa no era mi idea cuando me vine a vivir aquí desde Palermo.
—También está tu prima Anna —puntualiza.
Aparta la cafetera de golpe, alegre. Rebusca en el armario un par de tazas, dos cucharillas y el azúcar. De la nevera, extrae la leche condensada.
—Dios, tienes razón, ¡es la casa del exilio!
—¿Azúcar?
