29 de noviembre

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—Si ese texto es ficticio, yo soy Rosalind Franklin y acabo de descubrir el ADN —insiste Chiara, de brazos cruzados.

Permanece de pie plantón, apoyada en el marco de la puerta del dormitorio de Sofía, su amiga. Conjuntada en colores claros, prendas básicas y un maquillaje discreto, natural la requiere, exige que paseen, a pesar de la noche. Afuera hace frío. Recién caída la noche veronesa, una capa de niebla intensa, el cielo nublado y la ausencia dolorosa, recalcitrante de la Luna gobiernan. Están las calles vacías, poco concurridas. Las luces viejas, cálidas del alumbrado municipal titilan y, por el hueco desnudo, desvalijado de la ventana, se cuelan. Un chorro de color que ilumina de soslayo, apenas a la requerida. En pijama, mal peinada y triste, llorosa, da la espalda a su amiga. Tiembla con saña, rígida. Sus ojos claros, enrojecidos contemplan la calle.

—Exijo saberlo —repite.

Taconea con insistencia, ruda. Su suela deja una marca apenas perceptible, desnuda en la loseta desgastada y, de nuevo, con las uñas, araña la puerta. Conoce la sensibilidad auditiva de su amiga y, por lo menos, le arranca un escalofrío cruel, mordaz. Insiste Chiara, impertinente e inoportuna. Hunde los dedos en la madera y, por su propia fuerza, se estropea la manicura. Una de las carillas salta al suelo, bajo el horror implícito, frustrado de su dueña, quien no sabe qué más hacer para provocar a su amiga. Sofía rompe a llorar de nuevo. Es incapaz de contener la congoja, la humillacion y, vibra su pecho, al ritmo de los sollozos. Irrumpe su amiga al dormitorio, impaciente y, ruidosa, a modo de aviso, se descalza. Los zapatos repiquetean contra el suelo de madera. Después, el colchón se hunde, chirría y, por debajo de la piel de Chiara, los muelles se desplazan. Gatea hasta la espalda de su amiga, toma asiento y, sin mayor preámbulo, apoya la cabeza en el hombro. Deja caer la vista por las sombras oblicuas, tensas del dormitorio y, con una mueca de resignación, dedica su tiempo, su silencio a compartir ese dolor hondo, ronco, sordo que la atraviesa. En su bolsillo, vibra el teléfono móvil. Romeo insiste en sus mensajes.

—Quiere saber cómo estás.

—¿Acaso no es evidente? —Interroga de vuelta, amarga. Contiene la queja, la protesta en la punta de la lengua y cesa el llanto, su lloriqueo.

—Dice que va a matar con sus propias manos al cabrón que te ha hecho daño —agrega. —Es ese chico de Twitter, ¿verdad?

—Oh, Chiara —se rompe, en mil pedazos. —Oh, qué tonta que he sido, ¿cómo he podido hacer el ridículo de esa manera?

—Pero, ¿qué es lo que ha pasado? —Requiere sus palabras, su contacto. —Dime qué ha pasado, por favor. Quiero ayudarte, Sofía. ¿Es que te has declarado y te ha rechazado? Dios, sí que es imbécil.

—No, no, yo jamás llegué a declararme —solloza. —Ni siquiera sabía que estaba enamorada hasta que tuve que dejar de hablar con él.

—¿Dejaste de hablar con él? —Interroga, solícita.

Vence, poco a poco, la resistencia de su amiga y, con cuidado, se acomoda, para tumbarla. La cabeza de Sofía halla cobijo en su útero. Con sus dedos torpes, cálidos, barre las lágrimas, tensa.

—Tuve que hacerlo —se justifica. —No era quien yo creía que era.

—Déjame que lo adivine, ¿un convicto? ¿Un fascista? Oh, oh, ya lo sé, ¿un jugador de fútbol?

—Cualquiera de esas opciones me hubiera parecido mejor —repone, sorbe por la nariz, ostentosa. —Pero no se da el caso.

—Estás empezando a asustarme.

—Es Damiano.

—¿Damiano?

—Damiano —reitera ella, con la voz cansada.

Chiara frunce el ceño grave, profunda y, de nuevo, contempla la calle, incapaz de averiguar la identidad de él. Rastrea nombres, rostros en su mente, conocidos comunes y, sin embargo, nadie se ajusta. Toquetea la piel, el rostro de su amiga, confusa e interrogante.

—Damiano David.

Silencio.
Silencio, un minuto.
Es un silencio desgarrador, brutal, abrumador. Una quietud atípica e incómoda, que hiela a Chiara. Hierática e impertérrita, congelada a media caricia. Sus ojos oscuros, dilatados permanecen fijos, caídos en las sombras, el relieve fantasmagórico, brumoso de la Ciudad e, incapaz de siquiera respirar, aguanta hasta la asfixia. Hasta que siente el dedo frío, convulsionado de Sofía hundirse en su mejilla que, de nuevo, respira, late, existe. Reacciona con una inhalación ostentosa, exagerada. Bajo un batir dispar e incesante de sus pestañas, desdibuja los bordes yermos, extraños del mundo y, de nuevo, enfoca. Un mundo de claroscuros, gris e impresionante reaparece y, sobrecogida, contempla a su amiga.

—Yo no sabía quién era, hasta que me lo dijo —explica, sofocada. La vergüenza lastra su voz. —Cuando lo supe, dejé de hablar con él de inmediato. Ni siquiera respondí. Me sentí tan torpe, tan tonta, tan avergonzada.

—¿Por qué? —Exhala, autómata.

Se arranca las palabras de la garganta, de los pulmones, a trompicones y, con los ojos casi fuera de las órbitas exige, demanda.

—Porque él no va en serio, Chiara —obvia, desvalijada. —¿Cómo va un cantante de la talla suya a hablar, a enamorarse de alguien como yo, de una chica mundana, ordinaria? Yo jamás he estado a su altura, aunque le he servido de entretenimiento, supongo.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque es evidente.

—¿Cómo te dijo él quién era?

—Porque me pidió que le mandara una copia de nuestro libro —explica.

Chiara contrae todo el cuerpo, de pura impresión; se sobresalta, ahoga un grito, un gemido que muere en sus labios, mucho antes de brotar. La mano crispada barre su rostro seco, repleto de lágrimas antiguas, que han secado al ritmo vertiginoso, apacible de la vida. Mantiene un silencio desgarrador.

—Quiero leer la conversación —pide. —Tengo que leer esa conversación.

—¿Hasta cuándo quieres leer?

—¿Desde cuándo estás hablando con él?

—Desde julio.

Desde julio —repite, sin voz ni aliento.

Sofía nota que su corazón se acelera. Dócil, rescata su teléfono, a medio cargar y en modo avión; lo desbloquea, lo tiende a Chiara.

—Desde julio —repite esta, de nuevo, catatónica.

—Sí

—Con Damiano David

—Sí

—Damiano —exhala, sin fuerza —David.

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