Repiquetea el eco de sus pesadas botas de seguridad contra el pavimento, rítmico. Contra sus muslos, su piel chocan las esposas, la porra de plástico y el walkie, a medida que corre. Emplea las manos contra la pared, las barandillas o los pilares para recobrar el equilibrio, el sentido e impulsarse, agraviado y sin aire. Tropieza con un par de escalones, un ligero desnivel y, de milagro, no va contra el suelo, de boca. Un restregón de su sudor, de la tela del uniforme queda impregnado en la pared ancestral, bajo su inconsciencia. Irrumpe en el pasillo. Cardíaco e impotente, exhala un jadeo, un gemido ininteligible que sirve de voz de alarma. Sea puro azar, instinto o causalidad, Sofía atiende a los deseos del vigilante: emerge al espacio común.
—¡Sofía! —Atina a chillar, incapaz de controlarse.
Su cabellera pelirroja vuela, cruza el espacio para fijar los ojos claros e inconsolables en él, jadeante y explícito. Entreabre la boca, dispuesta a contestar, pero la acción muere antes de nacer; Romeo la arrastra por el antebrazo a una zona más aislada e íntima. Cargada de terror, espalda a la pared, ella aguarda, sin saber muy bien qué decir, a que se recupere.
—¿Qué es lo que pasa?
—Chiara —exhala, en un suspiro. —Chiara, ella tiene problemas.
Sin aire, violento en la escena, Romeo es zarandeado con brusquedad por Sofía, a modo de interrogatorio mudo e imposible. Recarga el cuerpo en la pared, deshecho.
—¡¿Dónde está?! —Chilla, desquiciada.
Sus dedos temblorosos, las manos frías dejan rastros de sudor por las solapas, la camisa del uniforme del Vigilante de Seguridad. Blanco como la pared, aterrado, él la contempla. Trata de procesar sus palabras y, ante su mirada dura e inquisitoria, abre la boca, emula palabras.
—Abajo, despacho —indica.
Deja ir la ropa, las solapas o el cuerpo duro, dubitativo contra la pared y, en su lugar, rompe a correr. Emerge de la Zona Reservada, a la carrera. Galopa, trota, corre. Desliza la suela de sus zapatos por las losetas antiadherentes de los pasillos. Interminables, desciende los escalones, de tres en tres y engulle el último tramo en una maniobra difícil y peligrosa que podría haber sido fatal. Ojos atónitos, cejas inquisitivas e interrogantes la siguen. Omite los gestos, el cuchicheo para apretar el paso, correr sin rozar el suelo. Llegadas las últimas escaleras, salta sobre la barandilla para escurrirse al Sótano, algo torpe. Tanto su falta de experiencia como la no planificación cristalizan en una aparatosa caída. Rueda sobre sí, en el aire y, después, estrella su costado derecho, costillas y cadera, contra el pavimento rígido, frío y gris. Apenas gime. Pasos rápidos se abren paso a través del eco, así como el chirrido de una puerta.
—¡Sofía! —Vocifera Chiara, ida.
Zapatea hasta llegar a ella, incapaz de averiguar qué ha pasado. Ante el desastre, se agacha y, con cuidado, ahueca el rostro. Sobre la piel oscura, aceitunada de su amiga hay lágrimas, rímel corrido y, también, una pena profunda, gris. Comprende la interpelada que sus esfuerzos han sido en vano.
—¿Llamo a una ambulancia? —Interviene la Jefa por detrás, implacable.
—No, no —deniega la accidentada, a pesar de la duda interna. —Estoy bien.
Un ding a espaldas del trío interrumpe la dinámica extraña, sombría del grupo y, de entre las puertas metálicas del ascensor, emerge Romeo, todavía fatigado. Cubierto de sudor, de rabia, irrumpe al Sótano para ayudar. Junto a su pareja, incorporan a Sofía, muy poco a poco y, después, él ejerce las veces de apoyo, ante el dolor o la pérdida sobrevenida de equilibrio.
—Podéis usar el ascensor para volver arriba —canturrea la Jefa. Emplea un tono de voz sarcástico e hipócrita, de color gris y da media vuelta.
—No creo que me marche —replica, adolorida.
Obliga a retener la marcha de la Directora de Casa di Giuglia, quien se vuelve, muy poco a poco.
—Yo te lo ordeno —reitera.
—Y yo desobedezco.
Recibe una mirada gélida, que podría haber congelado al mismísimo infierno de habérselo propuesto.
—No querrás correr la suerte de tu amiga —informa.
Sobre la piel de Sofía, sin intención de dañar, Romeo aprieta los dedos. Ruge en voz baja, aspirado y sin mayor notoriedad. Es testigo del dolor de su pareja.
—¿Qué suerte? —Reitera, envalentonada.
Sus ojos fieros, claros se llenan de una determinación implacable. La Jefa retrocede un par de pasos, indecisa.
—Me ha echado —informa Chiara, al borde del desconsuelo. —Dice que es por las diferencias creativas y de criterio.
Romeo es incapaz de reprimir el impulso de abrazarla, mecerla, cobijarla en sus brazos. Deposita besos sobre su piel, su pena descarnada. La desaprobación en la observadora es evidente.
—Yo también tengo otro criterio, ¿vas a echarme a mí? —Inquiere Sofía, sin siquiera contactar a su amiga en lo físico o visual. —Porque sabes que lo que acabas de hacer es ilegal. Tu despido no tiene una causa objetiva fundada. Despedir por una opinión diferente no está amparado en la ley; sabes cómo va a acabar esto.
Arruga el ceño, aprieta los dientes.
—Fuera de mi vista —refunfuña, contrariada.
Gira sobre su propio eje para regresar a su despacho, a su fortaleza. Cierra de un fuerte portazo, que pone a temblar la integra estructura de Casa Di Giuglia. Protegida del ruido, del mundo exterior, la Jefa recurre a su escritorio. Descuelga el teléfono e impulsiva, a toda velocidad, marca un número de teléfono que le es bien conocido. Aguarda dos, tres tonos hasta que la otra parte descuelga, apoyada en el mueble y con los ojos sombríos, duros clavados en la inmensidad de la Ciudad de Verona.
—Tengo una exclusiva —musita al auricular, encantada. —Damiano David de Måneskin tiene novia. Y yo sé quién es.