—Oh, qué ganas tengo de volver a casa, la bella Italia —suspira Victoria, llena de melancolía.
Deja caer el cuerpo con dejadez, desidia sobre el colchón mullido de la habitación del hotel. Exhala un gemido hondo de tristeza. Junto a ella, Thomas se sienta. Sostiene la mano decaída, algo hinchada de su compañera y, lleno de ternura, de compasión, besa el dorso. La hace romper a reír.
—Todos echamos de menos el hogar.
Ethan irrumpe en la habitación, baquetas y metrónomo en mano. Distraído, da la espalda a los presentes y toma asiento junto a la ventana, de cara a las vistas de la imponente ciudad de Seattle, Washington. Pronto, pone en marcha el metrónomo y, sobre la pared, en el tapizado de la silla o la mesa, sigue el ritmo, sin fallar una sola pulsación. Ladea la cabeza e ignora el vaivén de sus extremidades que, de pronto, han cobrado vida por sí mismas. Siguen el ritmo autoimpuesto, obediente, mientras su mirada recorre el horizonte. Los ojos hundidos, melancólicos rememoran el hogar, su familia, a sus padres y, sin poder evitarlo, sorbe por la nariz, ruidoso. Ahoga la pena en la melodía seca, concreta. Sus acompañantes no ignoran su tristeza. Pronto, una mano suave, dulce le aprieta el hombro. Cesa el ejercicio y, abrupto, obliga al metrónomo a guardar silencio; choca con la pupila color miel de Damiano. Este lo contempla, grave y, aunque abre la boca, no acierta a verbalizar la calidez que desea transmitir. Tal vez porque ni él mismo la siente.
—¿Qué es lo que más echáis de menos de casa? —Interrumpe Victoria.
Está tumbada sobre el colchón, pero deja caer la cabeza con lo que, bocabajo, del revés, analiza a la pareja. No tarda el guitarrista en imitarla, pero se retracta deprisa y, en su lugar, roza el vientre contra la colcha de la cama. Transcurre un silencio reflexivo, poco incómodo y, de la nada, Ethan rompe a llorar, roto de melancólica. Una ronda de ohs, ays recorre al variopinto grupo.
—A mi familia —reconoce, con la voz ronca. —Echo de menos la casa de mis padres, a mi pareja y perderme en la naturaleza. El sol de Italia es algo irrepetible.
Sonríe o, al menos, lo procura. Una mueca triste emerge de su ser. Damiano besa su mejilla, incapaz de ofrecer mejor consuelo y, en respuesta, recibe un apretón. Su baterista apoya el rostro en sus costillas carcomidas, roídas de tristeza. Cae un manto de congoja en la habitación.
—Yo también echo de menos a mis padres.
Thomas expresa esa idea latente, semiinconsciente por primera vez desde que aterrizaron en Estados Unidos. Sus ojos azules están recubiertos de una película acuosa que es difícil de ignorar. Él también siente nostalgia del hogar.
—En cuanto acabemos en Londres de nuestros compromisos, pienso irme a Copenhague, a pasar unos días con mi familia.
Ronda de asentamientos.
—Y yo me voy a llevar a mi novia un par de días a Sicilia —admite el guitarrista. Una sonrisa tímida aflora. —Sé que es muy cliché, pero quisiera que disfrutáramos de un par de días de sol, playa y turismo, aunque marzo no es un mes muy cálido en el Sur.
—Noches frescas, días templados —canturrea Ethan. —Y admito que no tengo ningún plan hecho, ¿ir a casa de mis padres? Supongo que cuando entre en mi vieja habitación sabré qué es lo que quiero hacer. Por un par de días, me gustaría no tener cada uno de los minutos planificados. Es agotador.
—A mí eso me gusta —confiesa Damiano. —Saber qué es lo que va a pasar o cómo, ¿no lo encontráis relajante?
—Eso es porque eres Capricornio —lo pincha Victoria. —Pero yo también quiero desconectar. El plan es llegar a Copenhague. Luego, no sé qué voy a hacer. Ojalá que tuviéramos más tiempo de descanso.
—¿No es este el ritmo de la vida adulta? —Protesta Thomas. Cierra los ojos, lánguido. —Trabajar, trabajar, trabajar. Sin parar, ni descansar.
—¿Qué es lo que te esperabas?
—Quiero dormir —reitera, desganado. Deja caer la cabeza sobre el colchón.
—¿Es que hoy sólo has dormido siete horas y media?
Ethan bromea, algo más recuperado. Provoca una ronda de carcajadas de sus compañeros, así como la mirada asesina del protagonista. De nuevo, el ambiente es distendido, liviano y todos caen en un silencio apacible, cómodo. Transcurren un par de minutos hasta que Victoria vuelve a levantar la cabeza.
—¿Y tú, Damiano? No has dicho nada.
—¿No es evidente qué es lo que más quiero en este mundo?
Contempla de soslayo a su bajista y, a caballo entre la impaciencia y la ilusión, apoya el cuerpo en el tabique. Las manos a los bolsillos, rehuir de la insistencia le resulta imposible y termina por ceder. Pronuncia el nombre de ella casi en un susurro. Como si temiera evocarlo en vano. Los tres hablan a la vez, emocionados.
—Así que vas a ir a verla —adivina su baterista. Enarca las cejas en un gesto sugerente, poco apto para todos los públicos. Aunque el cantante pone los ojos en blanco, vuelve el rostro, vuelve a ruborizarse de un rojo intenso, antinatural.
—¿Vas a coger el vuelo a Roma igual? —Inquiere Thomas. —Porque a lo mejor te sale más rentable otra ruta.
—¿Y por qué no iba a coger el vuelo a Roma?
—Porque vas a verla —reitera Thomas, obvio.
—Oh, por Dios —protesta. —Voy a verla a la vez que todos vosotros en el Arena di Verona.
Lo interrogan, dubitativos.
—¿Que por qué? Porque es lo que hemos pactado —contesta, de nuevo.
Emplea un tono áspero, molesto ante tanta cuestión.
—¿Quién no quiere de los dos? —Insiste Victoria. —¿Ella?
—A mí me parece muy prudente —la defiende, sin saber siquiera por qué está molesto. —Debería pedirle que viniera a Londres, en vez de Roma, que vamos a estar dos días. Y yo no puedo sugerirle tal cosa. Por favor, cambiemos de tema.
