17 de marzo

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Despeinada, de rodillas, desquiciada. Gatea a toda velocidad para perseguir a una infante, cuya risa viva, vital la delatan. Rebasa el sofá, la puerta y, por el pasillo, arrastra su piel. Acumula suciedad, polvo e, inclusive, un par de pegatinas perdidas, desprendidas. Continúa su persecución. Dentro del cuarto de las niñas, oye las carcajadas, al unísono y, sin poder reprimir su mohín, irrumpe, a oscuras. Apenas respira, jadea o se mueve, muy quieta. Calla. Está en un silencio estricto, atronador que la permite oír, distinguir cualquier ruido en la oscuridad. De ella se sirven las niñas. Una al lado de la otra, muy rígidas y muy quietas, aguardan y, en el momento oportuno, entre gritos, chillidos, pataleos se arrojan sobre Sofía. Desestabilizan a la chica quien entremezcla sorpresa, alegra y, quizás, una punzada sorda de pánico en el grito que emite. Rueda sobre la moqueta, con una niña a cada lado. Parlotean a la vez, muy alto y, también, un poco al borde de la histeria, se ríen. Los pasos veloces, ajetreados de Chiara recorren el pasillo y, sin mayor dilación, prende la luz. Descubre a dos hijas sobre su mejor amiga, a la que no sabe muy bien cómo leer. Su duda espanta a las niñas, quienes huyen del lugar de los hechos. Juegan a una versión balbuceada e incoherente del pilla-pilla en el pasillo. Corren, veloces y en la distancia, el jolgorio de voces muere, ahuyentado por cualquier otro estímulo. De vuelta en el dormitorio, de pie plantón, Chiara tiende la mano a su amiga, quien no duda en aceptarla. Logra que esté en pie.

—No quiero que te hagan daño —expresa, avergonzada. Se rasca la nuca, con los dedos llenos de tinta. —Son mis hijas y las quiero, pero sé que son un poco trasto.

—Prometo que estoy indemne —alza las manos, en señal de inocencia.

Un suspiro de alivio brota del pecho de su amiga quien, sin añadir una sola palabra, se da la vuelta, en dirección a su estudio. Sofía imita su recorrido. Llegadas a una gran puerta blanca, cerrada a conciencia, Chiara la invita a entrar. Irrumpe a un espacio diminuto, cerrado y sin apenas iluminación o ventilación, tan exiguo que no todos los bártulos de su amiga caben. Están amontonados, de pie e inclinados en una esquina, medio olvidados. Cierra detrás de sí, temerosa de que ojos, manos o pies infantiles y curiosos que rebasen ese nivel de intimidad. Recorre los diez pasos escasos hasta la mesa de dibujo y, maravillada, contempla el despliegue frente a sí. Hojas que suceden a hojas dibujadas, trazadas, repletas de color y texto retorcido, doblado.

—Oh —es lo único que puede decir.

Sin aire, ni voz, ni palabras que emerjan de su garganta, todo cuanto le queda es la expresión mediante las lágrimas. Rompe a llorar, conmovida. Echa los brazos sobre el cuello de su amiga, quien la aprieta contra su cuerpo.

—Pensé mucho en lo que me dijiste el otro día en la manifestación, el día Ocho de Marzo —repone, a susurros.

—Jamás creí que lo harías realidad —murmura. Gruesos lagrimones deshacen su maquillaje. —¿Es un cómic?

—Nuestro cómic —matiza, orgullosa de sí. —Creo que hemos pasado tanto, tanto juntas que es imposible que tú te salgas de este esquema. Todos los dibujos, las situaciones ficticias se basan en algo que nosotras hemos vivido en realidad. Y creo que no hay mejor forma de transmitir el feminismo, la sororidad y el poder de la amistad entre mujeres si no es a través de este lenguaje. A ti te debo mucho, querida amiga; por ti, empecé a ser feminista. Quiero presentar la propuesta a una editora.

Sofía da un respingo, se sobresalta y, a pesar de estar hecha un mar de lágrimas, se aferra al cuerpo, al tronco de su amiga.

—¿Cómo lo vas a llamar? —Acierta a enunciar.

—La sonrisa forzada —replica. —Sé que no es un nombre muy habitual, pero creo que nos representa. Para una mujer, el mundo real es una sonrisa forzada. Debemos mostrarnos dóciles, débiles, tontas, vulnerables y sonrientes todo el rato para poder avanzar. Creo que es asqueroso. Tú me has hecho ver muchas cosas.

—La sonrisa forzada es un nombre ideal —repone, muy contenta. —Estoy orgullosa de ti.

Comparten un abrazo ladeado, muy tierno y durante un par de minutos, analizan el trabajo recién acabado de Chiara. Afuera, el ruido de voces, carcajadas o gritos reina, por encima de todas las cosas. Hay caos, hay jolgorio y, a pesar de ser audible, no rompe la atmósfera, ni el momento entre las dos.

—¿Piensas hacer una serie de esto?

—¿Una serie? —Inquiere, dubitativa. —Ni siquiera lo había pensado, pero podría funcionar. Aunque yo sé bien que ahora ni tú, ni yo estamos para lluvias de ideas. Reconozco que es tardísimo.

—Estoy hecha un adefesio —protesta Sofía.—Adoro jugar con mis dos ahijadas, pero me han dejado muy desaliñada. Va a costarme volver a estar presentable, después de haber llorado y todo.

—Dúchate si quieres —propone Chiara. Deja ir el cuerpo de su amiga, que se desplaza hacia el pomo de la puerta. —Estar incómoda es desagradable y ya sabes que salimos al cine y, después, a cenar. Vamos a estar mucho rato fuera.

—¿Van a volver a ver Frozen?

—Entera —replica la madre. —Están obsesionadas con Elsa.

—Lección obligatoria que debe aprender toda chica desde temprana edad: un hombre es tan necesario para una mujer como para un pez una bicicleta —canturrea.

En cuanto sale, oye a Chiara reírse, llena de dulzura y, de camino al baño, la imagina, negando con la cabeza ante su propia cabezonería. Sonríe de lado.

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