Ceño fruncido, gesto grave. Relee el titular del artículo antes de embarcarse en el texto que lo acompaña. Sus pupilas dilatadas, negras saltan de línea en línea, ávidas. Amplía las fotografías. Examina pieles, muecas, el vestuario y, resignado, vuelve atrás. Deja caer los ojos en la narración. Abstraído como está, ignora todo cuanto sucede a su alrededor. Los vaivenes, el rasgueo de guitarra. Voces, risas, palabreo a medias. Tan sólo reacciona cuando, a su lado, el sofá se hunde. Provoca en él un respingo rígido, eléctrico que lo obliga a alzar la vista. Frente a sí, una taza de café cargado, humeante y espeso, negro como el carbón. Otras dos la acompañan; una con té y, la otra, de líquido transparente, burbujeante.
—¿Habéis visto lo que ha dicho The Independent sobre nosotros? Es vergonzoso —protesta, airado. —Creo que se lo voy a enviar al mánager a ver qué se puede hacer. ¡No pueden hacer eso!
—Thomas ha estado al teléfono esta mañana con Fabio —anuncia Ethan. Toquetea su pelo, inquieto. —Por más que nos joda que desvelen el asunto de Supermodel, no hay nada más que se pueda hacer. Es prensa. Tienen derecho a escribir lo que quieran. Con un poco de suerte, al ser un tabloide, no van a darle credibilidad alguna.
—¿Que no van a darle credibilidad? —Interviene Victoria, ceja enarcada. —Hazte un favor, Ethan y no entres a Twitter. La cantidad de hilos, tweets, respuestas y todo lo que se parezca que he leído con teorías conspiranoicas. Qué barbaridad. ¿Y quieres saber qué es mejor? Unas cuantas tenían razón. Lo único que les ha faltado ha sido averiguar el nombre de la canción.
—Verás tú cómo van a ponerse cuando vean que Supermodel no es rock —interviene Thomas, en la lejanía.
Su voz llega amortiguada por el incesante rasgar de las cuerdas de la guitarra. Diversas notas salen del instrumento musical, hecho que ameniza un poco la tensión ambiental. Entretanto, Victoria se aferra a tu taza de té, algo alterada y, con cuidado, sopla. Da un sorbo diminuto. Sin quererlo, se quema los labios. Protesta por lo bajo.
—Por favor —solicita el baterista, a pleno pulmón. —Vamos a volver al tema que nos concierne.
—Oh, por Dios —el cantante regresa su café a la mesa, brusco y, consigo, derrama parte del líquido. Una servilleta absorbe parte de él. —¡¿Es esto una intervención?! No sé qué es lo que queréis de mí, pero parad. Hoy he hecho todo cuanto se me pedía.
—Que no es por eso.
—Es que nos preocupas —agrega la bajista, recuperada. —Debimos haber acabado la conversación de hace un par de noches, en el avión. Hablar de ella parece que te alivia.
—Sería un obtuso si hablar de ella no me aliviara —ruge, molesto. Vuelve a vestir su coraza impenetrable. —Yo la amo, Victoria. La mera idea de que ella exista hace que la vida sea soportable.
—¿Piensas que tu vida es insoportable? —Thomas interviene, desde el marco de la puerta de su dormitorio.
—Claro que no —desmiente, incrédulo. —Pero no paro de darle vueltas a la idea del gran gesto de amor y no sé qué puedo hacer que no llame la atención. Quiero protegerla, ante todo y sé que es una idea machista.
—Machista sería la idea de querer protegerla porque es una mujer, ergo es débil, vulnerable y requiere a un macho que la defienda —interviene Victoria. —Pero que la quieras proteger de algo que sabes que es difícil porque la amas es mucho más noble y natural. A mí me protegéis todo el tiempo, de la misma forma que yo lo hago con vosotros y eso no os convierte en machistas. ¿Qué has pensado?
—Quiero cantar Coraline en directo.
Silencio.
Entre sí, el baterista y la bajista se echan una mirada larga, tendida e intensa, sin saber bien cómo verbalizar el «pero» colectivo que tienen. Damiano contempla a placer, sin escrúpulos a sus amigos en tanto que el miembro restante se une. Toma asiento en el reposabrazos y, pensativo, se rasca la cabeza.
—No hay una forma sencilla de decir esto —comienza, tras carraspear varias veces. —Pero sería muy desconsiderado hacerlo.
—¿Sabes qué me dijo cuando hablamos de Coraline por primera vez? Que es una canción preciosa porque todo el mundo se merece que la amen también por sus heridas —expresa. Una ronda de ohs, ahs recorre el salón. —Tampoco voy a tener las pocas luces de decirle que va a ella dirigida; por lo menos, no en público. Y sí, sé en quién pensáis.
Da un par de sorbos a la taza de café.
—¿Por qué no se la dedicas sin decírselo? —Propone Victoria, muy contenta.
Tanto Thomas como Ethan la miran, llenos de preguntas.
—Quiero decir, haz referencia a algo que hayáis hablado y que nadie más sepa —expresa la bajista. —Sabrá de lo que hablas.
—¿Seguro? —Inquiere el baterista, dubitativo.
—Tendrá que ser algo obvio para ambos, pero que pase desapercibido para el resto del mundo —insiste. —Por favor, hablan tanto que tienen su propio lenguaje y sus bromas. Está claro que es una tarea sencillísima. También podrías nombrarla. No sería a la primera chica de redes sociales que hemos reconocido en un concierto.
—Pero sí sería la única a la que llamamos por su nombre frente a unas veinte mil personas —interviene Thomas, obvio. —Veinte mil redondas porque está todo agotado desde hace varios días, oísteis al mánager.
Afloran a los rostros sonrisas amplias e imperfectas, cargadas de orgullo. Todavía no pueden evitar querer celebrar ese hito de su carrera, por más que se hayan acostumbrado. Jamás imaginarían llegar a ese punto cuando, apenas seis años antes, actuaban como músicos callejeros por Roma, a merced de los viandantes.
—Brindemos por ello —propone Ethan, sin poder evitarlo.
Veloz, Thomas se sirve un vaso de agua.
—¿Vas a brindar con agua? —Arruga la nariz la bajista. —Que sepas que da mala suerte.
—Por nosotros, por Måneskin, para que esto dure muchos, mucho años más. Dedicarse a la música es un privilegio, pero más todavía si otras personas la aprecian.
—Y por el amor —completa Damiano.
