21 de marzo (iii)

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Poco a poco, despierta. Entreabre los ojos, aturdida y, frente a sí, un techo plano, aburrido y gris hace acto de presencia. Desdibujadas, sus líneas rectas, paralelas y perpendiculares se entrecruzan entre sí, vivas. Parpadea un par de veces, aprieta el párpado y, de nuevo, abre el ojo. Queda deslumbrada por un destello de luz blanca que se tatúa a su retina. Con debilidad, gime, muy bajito y, después, lleva las manos pálidas, sudadas al rostro. Oye, en la lejanía, un ruido suave e indistinto, extraño y, entonces, cae: el silencio. Es abrupto, abrumador. De nuevo, ese rumor. Como una fricción. Puede que sea tela, plástico o a saber.

—¿Se ha despertado? —Susurra la voz aguda de Anna, a un par de metros.

Ese ruido, de nuevo. Un par de pasos ligeros, suaves en su dirección. Su sombra alargada, ancha impide el paso de gran parte de la luz. Con los dedos helados, gélidos toca las mejillas, la frente y aparta, con cuidado, un par de mechas de pelo. A su lado, el diván se hunde. Nota que la vuelve a tapar. Es un tejido rugoso, suave el que la cubre. No puede evitar olfatearlo. Aftershave, crema hidratante. Destila, además, un toque de limón, briznas de canela, lavanda y miel. Respira profundo, libre y asfixia a sus pulmones en esa fragancia adictiva e imponente, potente; por poco no exhala de placer.

Vuelve a abrir los ojos, algo recuperada y, sobre sí, cuenta a dos personas. Una, Anna, que la contempla, al borde del infarto y con el ceño fruncido. La otra es Chiara, quien estudia sus gestos con atención. Mantiene un semblante serio, calmado, pero Sofía sabe que está lejos de sentirse como aparenta.

—¿A que huele a gloria?

Cabecea, sin voz.

—Sabía que te gustaría —reconoce su amiga, divertida. —Eres una mujer de gustos y costumbres asentadas.

—¿Dónde estoy? —Pregunta, confusa.

E imita el gesto grave, obtuso de su prima carnal, el entrecejo arrugado. Desliza los ojos por el aspecto impersonal, gris del lugar. Muebles viejos, vacíos. Ropa, un par de trastos y, en la lejanía, avituallamiento. Una botella de agua, bollería. Chocolate. Deja caer la cabeza en la superficie rígida e inflexible y suspira.

—¿No te haces a una idea? —Interroga Chiara. Guarda la emoción absoluta, tenaz en el fondo de sus ojos. Esta no hace sino aumentar cuando ella deniega, muy vulnerable para pensar.

—Por Dios —protesta Anna, al otro lado. —¿Cómo va a saber dónde está si jamás ha venido aquí? Este sitio no le es familiar, ni las olores o la ropa.

—Valía la pena intentarlo —se justifica la amiga, con la boca pequeña. —Estás en el camerino.

De repente, está sentada. Rígida, recta como un palo y con los ojos muy abiertos, casi fuera de las órbitas. Con el pulso acelerado, en taquicardia, escanea la zona. Busca algún detalle, algo que la calme y, en su lugar, hiperventila. Apenas encuentra la voluntad para exhalar un hilo de voz de protesta.

—Él lo ha pedido de forma expresa.

Él.

ÉL.

—Qué criatura, por Dios —jadea, enamorada. Su prima echa la cabeza hacia atrás, hechizada de puro encanto. —Es todo un caballero, Sofía. Con ese chico te ha tocado la lotería. Si le hubieses visto cuando te has desmayado, le pedirías matrimonio. Además, ha sido verlo y no verlo porque estaba en el escenario y, luego, a nuestro lado. Oh, cariño.

Las manos de Anna la amasan. Contempla a su igual, incapaz de procesar sus palabras.

—Romeo te ha traído aquí, a petición suya. Venía detrás, ¿sabes? Su propio staff no le ha dejado pasar porque tenía que acabar el concierto —informa Chiara. —Pero les ha pedido que te trajeran algo potente para que te recuperaras. Les quedaban dos canciones, creo. Y de eso hace un rato.

—Deben estar en el Meet and Greet.

—¿Había Meet and Greet? Creía que el propio recinto lo había anulado por cuestiones de seguridad —responde. Ignora el rostro desencajado, pétreo de la desmayada. —Aunque lo tuviera, no lo haría. Está muy preocupado.

Desorientada, parpadea. Echa la cabeza hacia atrás, desesperada y, con los ojos cerrados, muy apretados, rememora.

Su voz, la dulzura y esa dedicatoria clara e inequívoca, plagada de intenciones imposibles de verbalizar. Cantar con suavidad, dulzura. Los acordes, el bajo. Baquetas por aquí, el riff de guitarra. Y el ambiente romántico, ligero del Arena di Verona. Todo junto, el éxtasis. El éxtasis roto porque el tirón, brusco y el contacto, no deseado e íntimo. Palabras gruesas, su contrariedad. La indefensión, el terror. Un desconocido que la agarra, la arrastra y, luego, la intervención salvadora de él. Su «Sofía, ¿estás bien?». Tan claro, fino, transparente en la voz, el mensaje que no había podido. Las piernas le habían temblado y, por la espalda, el sudor le chorreaba. Después, todo se había teñido de negro. Un negro ciego, ensordecedor que la había puesto a temblar. Su barbilla tirita.

Cerca de ellas, un par de golpes suaves, concisos en la puerta reciben el permiso explícito, expreso de Anna. Las bisagras chirrían al abrirse.

—¿Llamo a los sanitarios? —Pregunta, alto y claro.

Carraspea un poco antes de enunciar. Tiene la voz algo ronca, fatigada. Poco a poco, ante la negativa de Chiara, asoma. Incorporada, Sofía lo contempla.

Alto, fornido, repleto de tatuajes. Viene a pecho descubierto, con un par de pantalones gruesos, rígidos y las botas de tacón, que aún agrandan su estatura. Sonríe de medio lado, auténtico y, sin poder evitarlo, ella responde. Los ojos de color miel, delineados a la perfección y recargados de sombras extravagantes, eclécticas repiten el gesto de sus labios. Brillan como nunca antes. La piel centellea, tersa e hidratada. Irrumpe en el lugar al leerla relajada, en buen estado.

—No has comido —contempla el tentempié, de soslayo.

—Yo no sabía que era para mí —agrega ella, a trompicones. Un gesto de compasión aflora y, sin mayor cuestiones, cruza la habitación, hacia el fondo. Las tres oyen el agua correr.

—¿Podéis acercar el agua y la comida? —Inquiere, desde el baño.

Anna deposita todo junto al diván, muy callada.

—Nos vamos a ir, ¿vale? —Le comunica Chiara, en voz alta. —Queda a tu cuidado.

Del baño, con una toalla en la mano, él emerge. Lleva camiseta. Sofía ni siquiera se fija en cómo es. Seca sus manos, ágil.

—Daré mi vida por ella si hace falta —bromea.

A ella no se lo parece.

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