Está muy callado, pendiente del rugir exterior. Agudo, estridente, chillón. Tantas voces al unísono e indistintas, que claman por la presencia de la banda. Corean varias consignas. Rítmico como él solo, a su lado, Ethan marca el tempo con su bota. Tap, tap, tap insistente. Está muy rígido, serio y concentrado. Con la vista baja, fija en el recorrido ágil de las luces dispersas, diversas y coloridas, reflexiona. De entre sus labios entreabiertos, emerge una melodía suave e incoherente, ahogada en los vítores. Está concentrado, como Thomas, quien, algo apartado, afina su guitarra. Apoya el cuerpo en el altavoz gigante y, espalda con espalda, Victoria imita su quehacer. Sonriente y ligera maneja el instrumento, algo distraída y con los ojos fijos en su reloj digital. Un minuto, otro más. Quedan dos para las ocho y media.
Damiano no aguanta la quietud, la espera un sólo instante más. Inquieto e intranquilo, da vueltas. Recorre el backstage en círculos rápidos, deshechos e incompletos, sin saber siquiera qué le sucede. Tan sólo identifica los nervios atronadores, impasibles que atacan a su psique sin piedad.
—Es la hora —avisan, por la espalda.
Entre sí, se dedican una última mirada y, con la bendición no verbal de Damiano, el baterista se echa al escenario. Un rugido de felicidad lo acoge a su paso. Detrás de él, cruza Thomas, triunfador. Brazos en alto, con la guitarra colgada, una ronda de vítores atronadores acoge su presencia. Enloquecedora resulta la recepción de Victoria. Una avalancha de chillidos, gritos estridentes y agudos la acogen. Saluda al público con naturalidad. A espaldas de ella, queda el cantante. Sumido en la oscuridad, duda. Oscila, tiembla. Traga saliva en seco y, por un momento, el corazón se le precipita, adolorido, sobre el esternón. Permanece quieto, rígido y, por su cabeza, desfila la catástrofe. Evoca el rostro puro, pétreo de Sofía e imagina su ausencia, el vacío, su propio dolor. Tan aterrador es que, por un momento, retrocede. Ningún miembro del staff permite que se vaya.
—Es tu turno.
—Oh —exhala, para sí.
Avanza a paso vacilante, rígido y, una vez bajo los focos, rescata a su personaje maleducado y provocativo. Sus fans chillan hasta la sordera y, feliz, se precipita sobre el micrófono. Si habla o no, apenas lo recuerda. Cantan de inmediato Gasoline. Él, en piloto automático y, mientras, registra a las asistentes. De Norte a Sur, de Este a Oeste y vuelta a empezar, por las filas cercanas e, inclusive, las lejanas, hasta donde le llega la vista. Otra canción y, después, una más. Chosen. Con ese estilo, la energía cañera del principio que, de una forma u otra, disimulan su decepción rota: ella no ha venido. Permite que las notas lo atrapen. La decepción brota a su pecho, a su garganta y, por un momento, teme que podría romper a llorar, hasta que la ve.
Cuarta fila, cuarto lugar, por la derecha. Apenas distingue qué viste o su maquillaje, pero sí su rebelde cabello anaranjado o esas pupilas tan brillantes, tan vivas que lo abrasan, bendicen su existencia. Está de pie, rígida y muy seria, en tensión. Como si no pudiera creer qué sucede. Aunque él la refuerza. Despliega una sonrisa abierta, traviesa e imperfecta que, a ojos de ella, es de alivio, de puro jolgorio. Sonríe de vuelta.
Florece algo cálido, vivo en su pecho, su alma y, con Chosen en la boca, todavía, Damiano admite la sensación. Reconoce la calma, la paz y esa comodidad gloriosa, casi terapéutica. Ojos acuosos, manos que pican y, en el fondo de su corazón, un tirón brusco e imposible de ignorar. Un vaivén, un latido casi etéreo que prueba que, en efecto, él la ama, sin comdiciones. Está enamorado. Tarde, pero se ha percatado y, de forma inconsciente, alza la mano, la agita. Las fans de ese sector chillan, vitorean, saltan de puro júbilo, en tanto que la receptora le imita. En ese momento, el cantante se siente inmortal y, con más energía que nunca, asume el resto del concierto. Cantan parte de Teatro d'Ira, un par de covers, dos canciones de Il Ballo Della Vita y, también, los singles nuevos. Poco a poco, las dos horas de concierto se consumen, hasta que llega el momento, ese que ha pactado con el resto de la banda.
Zitti e Buoni acaba entre aplausos, silbidos y piropos, por lo que calmar al Arena di Verona es complicado. Frente al micrófono, él lo consigue.
—Creo que la siguiente canción es una de las favoritas de nuestros fans —empieza. Un rugido ensordecedor, multitudinario responde. —Y mía también, pero hoy quiero recordar, antes de cantarla, que una vez, una amiga, me dijo que también es bonito que nos amen por aquello que odiamos. Señoras, señoritas, Coraline.
Y arranca a cantar, en medio de un silencio atronador. Sus ojos color miel, inyectados en ternura, dulzura caen sobre el rostro estupefacto e ilegible, descompuesto de Sofía, quien lo contempla, helada. Ni respira, ni parpadea, ni siente. Tan sólo es, existe por la balada, esa canción. Con el riff de Thomas, el estadio se anima y, poco a poco, las propias asistentes corean a Damiano.
Entretanto, insistente, un hombre se abre paso por entre la muchedumbre. Llega a codazos, empujones hasta la posición de Sofía y, descontento, del brazo, la agarra. Brusco, rudo, maleducado. Zarandea a la chica. Agresivo e irritado, Romeo, el amigo, interviene y, en ese momento, el cantante de Måneskin falla varias notas. La banda deja de tocar y, de repente, el estadio entero guarda silencio, inclusive el agresor.
—¡Aléjate de ella! —Truena al micrófono, furibundo. —¡Seguridad!
No tiene que repetirlos dos veces. Un par de agentes fornidos, de proporción considerable rodean e identifican al acosador.
—Quiero que sepáis que no está bien, bajo ningún concepto, que os acerquéis a molestar a una mujer que está de fiesta, salvo que ella os lo pida —reivindica. —Sofía, ¿estás bien?
Su voz repiquetea hasta los confines del Arena di Verona bajo el silencio estricto e incomprensivo del respeto. Los ojos de él se clavan en los suyos, a la espera de una respuesta que no llega.
Medio segundo después, ella se desmaya.