Tocan a la puerta.
—¿Puedo?
La voz grave, seria de Ethan interroga, a través del roble. Aunque ahogado, el tono arroja un pesar, una urgencia inquietante. Deposita la maquinilla desechable sobre el mármol impoluto, gélido que reviste el mueble del baño y, de espaldas, retrocede. Entreabre un par de milímetros.
—Sólo quiero retocar la barba —se excusa, algo torpe.
Desciende la vista, distraído y destapa la espuma de afeitar. Siente que los ojos oscuros e inquisitivos, quisquillosos de Ethan monitorizan su actividad, muy pendientes. Como si obrase mal. Una especie de azoramiento brota de su pecho y crepita por su piel, a través de la garganta, sus mandíbulas o las sienes hasta las mejillas. Tiemblan sus dedos, los labios y arroja algo fino, diminuto al suelo. Casi se arroja al suelo, de rodillas, a atraparlo, aunque su vergüenza no disminuye. Nota el ardor, el reproche de su baterista sobre el cráneo, en su psique y anhela dar una réplica. En su lugar, se atraganta con el aire y, violento, tose. Emplea los apoyos imprescindibles para volver a estar de pie, frente al espejo. Con luces a sendos lados incrustadas, ocupa media pared y arroja una visión nítida de su acompañante. De pie plantón, piernas separadas y brazos sobre el pecho, cruzados. Cierra las manos en un puño. Aprieta los nudillos hasta blanquearlos. Frunce el ceño, agrava el gesto y, con los ojos inyectados en sangre, Damiano sostiene su mirada, el juicio implícito. Empapa las manos en el líquido blanco, espumoso y, a palmetazos, lo reparte por la zona de la barba.
—¿Te quieres lavar las manos? —Cuestiona, ahogado.
Aguarda a una respuesta que sea verbal, que vaya más allá de un mero asentimiento o una negativa velada, fría y no obtiene nada de él. Sólo la impasibilidad muda e impertérrita, rígida. Abre el grifo, a tope y observa al agua caer. Limpia, templada. Corre hasta rellenar medio lavabo. Dubitativo, hunde la cuchilla y, luego, la lleva a su rostro, a la piel. Comienza a rasurar, en estricto silencio. Omite la presencia, la ira omnipotente e imperfecta de Ethan, quien irradia tanto malestar que resulta casi imposible de ignorar.
—¿Estás contento?
Carraspea varias veces. Reviste su tono de voz grave, acusatorio un cierto grado de peligrosidad.
—Con el tour —admite, cuidadoso. —Los conciertos son un éxito y, por supuesto, las fans nos adoran. Creo que hacemos muy feliz a mucha gente.
La mueca de Ethan se desdibuja, se descompone cual puzzle.
—¿Estás contento? —Reitera.
Damiano hunde la cuchilla cargada de espuma de afeitar, vello claro y recién nacido en el agua. Sacude con energía, brío. Algunas gotas repiquetean contra el espejo.
—A falta de que escupas qué coño te pasa —espeta, malhumorado. —Porque no es normal que te tires un minuto de reloj seguido a la contemplación divina de quien tienes delante.
—Tampoco es normal que tú tengas novia para hacer algo muy parecido al maltrato —escupe, rabioso.
A Damiano se le escapa una sonrisa cínica, vulgar que por poco hace que su interlocutor pierda los papeles. Ethan aprieta los puños. Niega con la cabeza, vehemente y, de nuevo, en silencio, se afeita.
—¿Por qué piensas que maltrato a Sofía?
Desvía la vista al espejo.
—Porque te has comportado como un condenado cerdo con ella —repone. —Y no hablo sólo de la bronca que habéis tenido, que de por sí es grave, sino de tu maldita actitud.
—¿Qué es lo que le pasa a mi maldita actitud, Torchio? —Enarca una ceja y, ácido, cuestiona.
Vuelve a darse la vuelta y, con el pulso algo tembloroso, dubitativo, rasura parte de la mejilla. Contempla el reflejo de su amigo. Con la cabeza gacha, niega.
—Qué triste que es esto —comenta, en voz baja.
—¿Lo es? —lo increpa. —Porque a mí me parece mucho más triste recibir una reprimenda por un motivo absurdo e irreal.
—Ignorar a tu novia no es absurdo e irreal —contraataca, firme. —Desde que empezó el tour por Europa e Italia, no has hecho más que ignorar a Sofía, cada día más. Y sobre todo después de esta bronca. No puedes tener pareja para responder con monosílabos a su genuino interés cada pocas horas. Eso es muy cobarde por tu parte.
—Estamos ocupados —replica, aunque sin energía.
Un haz de intensa culpabilidad relampaguea sobre sus ojos claros, color miel. Baja la vista al agua sucia, de color blanco y, de inmediato, parpadea, regresa a Ethan. Cualquier gesto es en vano.
—Sabes que no —agrega el baterista, a modo de estocada final. —Estuvimos mucho más ocupados en Estados Unidos. Y deberías romper con ella.
—¿Romper?
Emula un gesto de incredulidad. Por entre sus dedos, la maquinilla tiembla, cae al mueble del baño y, estrepitosa, continúa al suelo. Traga saliva en seco.
—¿Ella te ha dicho que quiere romper conmigo? —Reitera. La angustia es evidente, palpable en la voz. Casi que ansía golpear a Ethan por hacer semejante sugerencia.
—No —respira, aliviado. Su gesto resulta ostentoso e impropio. —No lo ha hecho, pero yo pienso que deberías. Sofía es una chica increíble, Damiano, por más hilos que escriba con los que estemos en desacuerdo. Su honestidad bruta es una de las cosas más valiosas que tiene y, también, su forma de quererte. Estoy seguro de que te quiere, aunque no lo haya dicho. Y tú la ignoras, te empeñas en dejar que se enfríe la relación, en no estar ahí para ella y abroncarla por hechos absurdos, ¿te das cuenta de lo que estás haciendo? No tienes derecho a hacerla perder el tiempo.
—Hablaré con ella —musita entre dientes, taciturno.
Recupera la rasuradora del suelo y, sin mediar más palabras con el baterista, retoca el resto de su inexistente barba, furioso. Satisfecho, abre la puerta. Ethan se cuela, poco a poco, hacia la habitación del cantante, sin perder de vista el rango variopinto de emociones que transitan sobre su tez. Reflexiona muy profundo.
—O cambias, o la dejas —agrega, a modo de estocada final. Después, cierra la puerta.
En el baño, Damiano rompe a llorar, en silencio.