La luz clara, pálida y vibrante, mortecina de la Luna Gibosa Creciente se cuela por entre los pliegos de la cortina. Suave, el viento revuelve el tejido y, de vez en cuando, la ciudad es visible. Un relieve brusco, atrofiado que brilla, centellea en la distancia y, de la noche limpia, templada, hace espectáculo. Ambos, tumbados. Recién duchados, alimentados y, también, relajados por haber reído o llorado, observan el paisaje. Detrás de Sofía, yace Damiano, quien la aprieta, acaricia, mima y sostiene, ablandado por el contacto. Nota que se revuelve, incómoda y aprieta la mandíbula, resignado. Calambres, dolores, el síndrome premenstrual.
—Dime qué puedo hacer por ti —susurra al oído, ronco. Mientras, su mano toca, traza círculos imperfectos sobre el estómago, el bajo vientre. —Dímelo.
—Nada —admite, entre dientes. —Es suficiente que puedas soportar tocarme.
Indignado, se retuerce. Machaca el colchón con sus talones, incapaz de replicar a eso de forma elegante.
—No sé cuántas veces tengo que repetirte que no me das asco —reprocha. —¿Sabes que he venido por esto, expresamente? Quiero cuidar de ti.
—Eso te honra —replica. Siente que sonríe y, de rebote, él la imita, a ciegas. —Pero esto se va a poner feo.
—Muy bien —contesta, desafiante.—Que se ponga.
Sofía inspira muy, muy hondo y, después de contener el aire, lo deja escapar, poco a poco. Reubica el cuerpo al hueco de su pareja, pero no aguanta por mucho. Vuelve a removerse y, boca arriba, suspira. Deja escapar un jadeo, un gemido de dolor que a él le destroza el alma.
—¿Por qué no te tomas un analgésico? —Reitera.
Nota que gira el rostro, que le clava las pupilas en el fondo del alma, furibunda. Cierra los ojos y, aterrado, traga saliva. Está al borde de la bronca, lo presiente; pero, en el último instante, lo deja correr. Toma asiento, en su lugar y, a tientas, busca el interruptor, lo pulsa. Porque el blíster está alejado, se levanta y, entonces, él lo ve.
—Sofía —la llama, rígido. Pierde hasta el color de la cara.
—Voy, voy —comenta, distraída. —Si es que se me ha caído el blíster al suelo.
—Que me mires —ordena, muy poco cuidado.
Ese tono imperativo, grave e inusual, casi irrespetuoso la conmina a obedecer. Abre los ojos, de par en par y, aterrada, se cubre la boca, como si el mero acto impidiera el grito ahogado. Horrorizada, contempla el rastro sanguinolento, de tonalidad oscura e indeterminada que ha vertido sobre sí, su pareja y la cama. Amaga con romper a llorar, rota de vergüenza, culpa y, también, dolor. Cae de rodillas ante el calambre que experimenta.
—Esta es mi motivación —comenta Damiano, a nadie en particular, mientras salta de la cama a su lado.
—No me mires —pide, con la voz rota. —No me mires, por favor.
—No podría dejar de mirarte ni aunque me lo propusiera —se reafirma. Poco a poco, ella se pone en pie y, apoyada en él, llega hasta la bañera, donde se deja caer, exhausta.
—Entonces —agrega, con los ojos cerrados y las manos agarrotadas, blancas de ejercer presión contra su bajo vientre —vete al cuarto de invitados. Siempre está preparado. Allí puedes dormir.
—Supongo que felicidades por haber sido muy previsoras —contraataca, de nuevo en el dormitorio. Desnuda al colchón con rapidez, eficiencia y muy poco tacto, aprisa por atender a su pareja. —Pero no entiendo qué hago yo allí.
—Dormir, claro.
—¿Contigo?
Da tumbos de un lado a otro, perdido y con la ropa sucia entre sus brazos. Arroja las sábanas a un punto oculto, destemplado de la habitación y, de inmediato, revuelve los cajones.
—No, tú sólo.
A trompicones, torpe rehace la cama. Extiende la cubierta, golpetea sobre ella y retira, estira con ahínco las arrugas formadas. Ordena el espacio cuidado, minimalista a gusto de ella, como lo encontró.
—¿Damiano? —Insiste.
Despega el cuerpo del fondo de la bañera, ante lo que este emerge, a su lado. Por el camino, se desnuda, ensangrentado y aparta la cortina: ras. Es contundente, firme y, también la altera. Ella se arrastra a la pared.
—No es como si no hubieras visto esto antes —repone, ante su rostro ruborizado. —Joder, siempre olvido lo preciosa que eres.
—Estoy hecha un asco —argumenta, en tanto que él desciende a su altura.
Toma asiento frente a las piernas abiertas y, sin pudor, la contempla, a placer. Acostumbrada, en cierto grado, a esa atención, Sofía lucha por no mover un solo músculo, a pesar de sus impulsos.
—Yo te limpio.
Asciende por el cuerpo, hambriento. Detiene sus pupilas en los tatuajes, sus pechos y, por fin, sus ojos acuosos. Está al borde de las lágrimas. Y él se apiada, lleno de amor, de ternura. Besa su pie, su empeine, la pierna hasta la rodilla y, después, la boca. Con la nariz, dibuja su rictus serio, agraviado y, por último, la frente.
—¿Una estrella del rock internacional limpiando sangre menstrual? —Cuestiona, ceja enarcada.
Hay un deje de ironía, de casi súplica en su voz y él se ríe, libre.
—Por mí, te escupiría la comida masticada en la boca.
—Qué asco —arruga la nariz, ante el deleite de Damiano.
Por los tobillos, la arrastra hacia sí y, provisto de la alcachofa de la ducha, abre el grifo. Un chorro de agua tibia, templada asciende desde el pie hasta su centro y, buscado o no, le provoca un brusco escalofrío. Sonríe, encantado.
—Está bien, está bien —admite ella, deshecha. —Si tú me duchas, ¿te puedo duchar yo a ti?
Él finge dudar.
—Un trato justo —comenta, justo antes de aumentar la presión del agua en su placer.
