20 de diciembre

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—Deja todo lo que hagas —irrumpe Chiara en la habitación, de sopetón.

La puerta golpetea la pared adyacente en un estruendo gutural, casi metálico que sobresalta a Sofía. Bota en la silla y, de pura impresión, pierde el bolígrafo con el que organizaba la agenda. Mano al pecho, sobre su frenético corazón, se gira e, iracunda, llena de reproches, interroga a su amiga con la mirada. Centellea la evidente molestia en el fondo de su iris.

—¿Es que no te han enseñado modales? —Contraataca, mordaz.

De un color blanco impoluto e inmaculado, aunque manchado de tinta, las letras retorcidas e inteligibles adornan la solapa del sobre rasgado. Chiara agita la carta en el aire. Los labios deshidratados, pálodos de Sofía forman una perfecta «o» de sorpresa, alivio y, también, desencaje. Sin apenas pensar, se levanta de la silla que ocupa y, en un par de amplias e inusuales zancadas, llega a la otra punta de la habitación. Hábil, su amiga retira la epístola.

—¿Qué coño te crees que estás haciendo? —Ladra.

Echa el cuerpo hacia adelante, desesperada y, con las manos, a ciegas, tantea el aire.

—No, no vas a leer la carta —deniega, grave.

Retrocede unos pasos diminutos, exiguos y, con la columna, golpea el marco de la puerta. Aprieta la mandíbula, dura y, a grandes bocanadas de aire, traga el gemido de dolor. Contiene el sobre en un lugar oscuro, oculto y, vehemente, se enfrenta a su destinataria.

—Es mi  correspondencia, ¿qué te da derecho a prohibirme acceder a ella?

—También la he leído —anuncia, triunfal.

Esboza una sonrisa inflexible, altiva que precipita el conflicto inminente, latente entre ambas. Un chillido, un grito de guerra emerge del pecho de Sofía, a borbotones y, desquiciada, con las manos crispadas, se echa hacia adelante. Lleva los dedos blanquecinos, repletos de callos al cuello de Chiara, transpuesta de rabia. Es Romeo quien impide el gesto. Irrumpe a tiempo, ágil y, de un arrastrón duro, rudo, arroja a la chica a la otra punta de la habitación. Trastabilla, desequilibrada y cae al suelo. Golpetean sus huesos, el músculo contra el pavimento frío, descascarillado de la estancia; adolorida, se incorpora, muy lenta. Siente la rigidez, una presión sorda e insoportable en el lumbago, la baja espalda y, con una mueca de dolor interminable, agudo, lleva la mano al escritorio de madera.

—¡Está mal, Chiara! —Protesta el Guardia de Seguridad, muy molesto. —No puedes leer la correspondencia de otras personas, ¡es privada!

—Si él no quería que cayese en otras manos, tendría que habérsela mandado a casa, a su dirección particular, ¡no a un lugar público! —Chilla ella, de vuelta.

Tiene el rostro enrojecido, de color carmesí y, en sus ojos, chisporrotea la rabia, la intensa contrariedad que le produce discutir con su amigo. Aprieta la mandíbula, los puños y, en sus fosas nasales, late la discordia, el dolor. Romeo gruñe, hastiado.

—Damiano no tenía mi dirección —resuella Sofía.

—¡¿Damiano?! —Truena, en tanto que se gira. En su tono de voz, se lee el descrédito, la sorpresa absoluta y, con los ojos desorbitados, la interroga. —¡¿Damiano David?!

—¡¿Es que qué te crees que te estoy diciendo?!

—¡Oh, por Dios! —Ruge, de vuelta. —¡Eso no lo justifica!

—Óyeme lo que voy a decirte porque no pienso repetirlo, ¿estamos? —interrumpe a Romeo, rebasa su corporeidad y, acusadora, con el dedo extendido, aguijonea su hombro. —Tu comportamiento con este chico, esta pobre víctima es deleznable, asqueroso, arrogante e infantil, ¿cómo has podido ser tan mala, tan cruel? ¡Negarte a hablar con él y, en su lugar, escribir todo por Twitter! ¿Desde cuándo resolvemos los problemas así, maldita cobarde? Qué poca responsabilidad afectiva que has tenido. Este chico lleva en vilo casi un mes sin comer, ni vivir por tu culpa, porque está enamorado de ti y ¡tú le pagas con el desdén! Espero que le contestes, que le contestes bien porque sino, me voy a encargar de perseguirte todos los días de tu vida para que te arrepientas

Por la espalda, sin dar crédito, Romeo las contempla a ambas.

—¡Lo sé, lo sé! Ethan me ha escrito

—¡¿Que Ethan qué?!

—Sarta de dramáticos —exhala, en voz baja.

Con una mota de hastío, de amargura, ladea el cuerpo. Desvía la vista a un punto indiferente, lejano de la habitación y, bajo el intenso escrutinio de sus amigos, tantea los folletos del escritorio, sin finalidad concreta. Asume la vergüenza, la culpabilidad de sus actos y, con todas sus fuerzas, retiene las lágrimas, muy hondo dentro de sí.

—Permíteme un consejo —repone el Guardia de Seguridad, envalentonado. —No dejes escapar a alguien como él.

—Sin ánimo de ofensa, no le conoces.

—No, no le conozco, pero veo lo que te hace sentir, Sofía. Por experiencia, sé que encontrar a quien te arrope, te ayude y comprenda de esa forma es muy, muy difícil. Tanto que es imposible. Y yo creo que lo has pasado mal, muy mal y debes disfrutar de algo bonito, ligero que la vida te pone por delante.

Calla, abrupto y ella, su oyente, apenas reprime el labio tembloroso, el llanto sordo que brota del pecho.

—Yo estoy de acuerdo —concuerda Chiara, débil. —Escribe muy bonito. La carta que te ha escrito es preciosa y creo, creo que deberías leerla, reflexionar y responderle bien. Sería una estupidez renunciar a esto ahora.

—No voy a renunciar —agrega. Un par de lágrimas gruesas, muy sentidas ruedan por su rostro. —Yo le quiero. Y porque le quiero, tengo miedo.

—Es lógico —insufla calma, serenidad el chico. —Pero esto tienes que decírselo. Escríbele para contarle cómo te sientes.

—Pienso hacerlo —anuncia. —Del mismo modo que pienso no rechazarle. Quiero seguir adelante, saber qué hay para nosotros. Y sé que es una locura.

—Locura es perdértelo.

Tanto Chiara como Romeo se esfuman en el aire. Cierran al salir y, en la calma, la soledad del espacio antiguo, escenario de miles amores, Sofía se desgarra en mil pedazos. Las emociones la atraviesan, como una espalda que arde y, con el pulso inestable, tembloroso, se apodera de la carta. El corazón se le desboca.

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