Clac.
Puerta cerrada, por fin.
Ambos están a solas, tímidos e intimidados, sin saber muy bien qué decirse. Damiano arroja la toalla a un punto indistinto, ignorado del baño y, tras apagar la luz, cierra la puerta. Se dirige al diván donde ella reposa, lánguida, gris de pura impresión.
Contempla sus rasgos faciales mejor, con mayor cercanía y por poco no suspira, de puro placer. Maquillada, preciosa y con el cabello desordenado e indomable, salvaje, tiene la boca entreabierta, los labios resecos y un gesto suplicante. Por sus pupilas dilatadas, transita un variopinto rango de emociones. La desesperación, el pánico. Un alivio hondo e impronunciable, la felicidad. Éxtasis, quizás. Algo de rabia entremezclada con reproche. Curiosidad, expectación y, la predominante, deseo.
Nota que está rígida, tensa y, de nuevo, sonríe. Sonrisa de vuelta. Los pies le cuelgan del diván y, por lo pronto, su chaqueta de cuero la cubre hasta el muslo. Es lo que han usado para taparla, protegerla del frío y, muy a pesar de la medida, tiembla. Lo que él no sabes es si hay miedo o nervios. Guarda silencio, reflexivo. Apenas sabe qué decir o cómo hacerlo y, para ocultar su incapacidad, le da la espalda. Una de las sillas plegables, metálicas la arrastra hacia ella, el sofá. Destapa la chocolatina, la botella de agua y, solícito, se gira. Los ojos ajenos lo contemplan.
—No sabía que te gustara el chocolate —enuncia, débil. Su voz es maravillosa, melodiosa e irreal. Encaja una carcajada social y tímida, incómoda, a lo que él niega.
—Oh, esto es para ti —extrae el dulce achocolatado y, de una de las puntas, parte un trozo.
—¿Para mí?
—Tienes que recuperar fuerzas —señala. Con los dedos temblorosos, torpes, acerca el trozo a su boca. Sofía engulle.
—Puedo comerlo por mí misma —se defiende.
Reparte migajas por todas partes, inclusive a Damiano. Avergonzada, pide disculpas y, en vez de contestar, él le da de beber. Un par de sorbos después, está perfecta.
—¿Nunca has oído decir que alimentar a otra persona es un acto de amor? —Niega, hipnotizada. —Esta es mi forma de demostrarte que voy en serio.
Parte otro trozo. Ella mastica, en silencio. Callados, expectantes, el tiempo se desliza por entre sus manos. Tic, tac, tic, tac. Rompe otra porción y se la tiende, sin apartar los ojos de Sofía, quien hace lo propio. Tritura, contempla y, de nuevo, traga. Observa a Damiano incrédula, al borde del placer. Sus iris son cálidos, líquidos.
—¿Por qué estás sentado en esa silla tan incómoda? Dudo que te quepa el culo bien —señala.
Arruga el ceño y, por instinto, se inclina a ambos lados. Está en pena, a punto de caer. Los pies, la rodilla contra el diván sujetan su peso.
—Porque quiero que estés cómoda.
Sonríe, de nuevo. U otra vez. Es incapaz de apartar los ojos de ella. Contempla su rostro, sus rasgos con una adoración pura, ardiente e íntima, explícita. Tanto que resulta imposible de ignorar.
Ella ahueca sus pómulos, sus mandíbulas en un gesto suave, dulce. Quedan ambos atrapados en ese instante, en el cariño de la caricia, hasta que un crac rompe la magia.
—Ven —lo invita. Desplaza el cuerpo un par de milímetros hacia el lado contrario, al borde del mueble. —Dame calor.
Obedece, dócil. Deja la silla de lado y, con cuidado, toma asiento en el diván. Cruje su estructura, gimotea. Ella sujeta la mano de él , que es grande, pálida, fuerte. Nota que se ablanda, casi que tiembla. Vuelve a darle otro trozo. Luego, un sorbo.
—¿Tienes más frío? —Quiere saber. —Porque puedo buscar algo con lo que abrigarte.
—Estoy bien —aprieta la palma, frágil. —Ahora sí que estoy bien.
Más silencio.
Incómodo no es. En él, se amparan para contemplarse el uno al otro, asombrados por la existencia del contrario. Damiano es testigo de su vulnerabilidad, la estupefacción de la que ella es presa y, para revivirla, con el pulgar, a círculos, acaricia su piel.
—No sabes el miedo que he pasado— confiesa. —Creía que iba a hacerte daño, ¿le conocías?
Niega, vehemente.
—Si hubiera sabido que iba a intentar agredirme, nos habríamos cambiado de sitio —murmura, con la vista baja. —Creía que era maleducado, pero nada más. No pensé que fuera a arrastrarme e insultarme.
—¿Qué es lo que te ha dicho? —Quiere saber.
Aprieta las mandíbulas, furibundo. Sobre su iris, un destello de ira claro e impoluto circula. La tensión es palpable y, por un momento, Sofía teme hablar. Carraspea un par de veces.
—Prefiero no repetirlo.
—Olvidémoslo —concluye. —Es mejor dejarlo estar.
Sensible, dulce se inclina sobre ella, muy poco a poco. Desliza otro trozo por entre sus labios y, a la par, la besa. Roza la punta de su nariz, casi etéreo. Asciende por su tabique, el entrecejo hasta la frente. Jadea, respira, agitada y, con una sonrisa furtiva, escondida, él apoya su barbilla. La piel huele fresca, limpia, a mil flores y a jazmín. Desprende una fragancia pura e inocente, a intenso verano. No puede evitar gemir su nombre, en voz baja, casi imperceptible.
—Bésame —susurra, trémula.
Que lo repita, él no lo necesita. Obedece, incapaz de asumir la orden y cierra los ojos. Ciego, las sensaciones se intensifican: su calor, su tembleque inseguro e íntegra, la huele. Cuando se tocan, él se siente trascender, imperceptible. Pierde el contacto, la capacidad de sentir su propio cuerpo y, por un momento, con la punta de los dedos, roza el inmenso cielo. Siente que podría estallarle el corazón. Por debajo, la oye gemir.
Un gemido tímido, contenido que destroza algo dentro de sí; su propia cordura. Sin poder evitarlo, va más allá, presiona. Lleva sus manos a su cintura, la arrastra hacia sí y, brusco, la sube a sus muslos. Ejerce una presión ligera que la obliga a abrir la boca y, hambriento, invade su boca, a lo que ella responde, sin dudar. Fatigados, al borde de la asfixia, se separan, pero se rehúsa a dejarla ir. En su lugar, la abraza, lleno de ternura.
—Cariño —exhala, recuperado. —Oh.
—Damiano —replica.
Permanecen impertérritos, unidos hasta que ella siente la necesidad de moverse, de desplazarse. Uno al otro, se miran a los ojos. Leen el afecto, el alivio de haberlo hecho, el beso. Más en profundidad, el cantante la contempla, mudo de impresión. En ese instante, sabe que Sofía podría morir de amor.