—Por favor, no hagas caso a mi abuela —suplica Sofía. Cierra la puerta tras de sí, ansiosa.
Tiemblan las manos, su barbilla y los labios; está desolada. Cabizbaja, observa los pies de él, sin saber cómo arreglar el lío. Pronto, sus manos cálidas, finas la abrigan. Acaricia su piel a trazos libres, desdibujados y, con dos dedos, muy cuidadoso, alza su rostro. Clava su pupila en la de ella y, entonces, sonríe.
—No hay nada por lo que disculparse, ¿vale? —Corrige su error. —De hecho, me alegra haber venido.
—¿Por qué dices eso? —Abre mucho los ojos, de par en par y, en seco, traga saliva. —¿Qué es lo que tiene este sitio?
—A ti, por supuesto —concede, ceremonioso. —Y a tu abuela. Creo que verte en familia me ha hecho comprender quién eres o el por qué de tantas cosas que no conseguía encajar de ti.
Poco a poco, Damiano gira sobre su propio eje, maravillado ante el paisaje que puede contemplar. Recién pulido, el suelo de baldosas envejecidas e irregulares, de un color hueso diluido, combina a la perfección con la pared blanca. Entre los muebles, pósters o fotografías, asoma el dibujo de una planta. Verde e intensa, vierte formas inusuales de flores de mil colores y, también, un tallo robusto, cuyas raíces emergen del cabecero de la cama. Ubicado hacia el Norte, precede a una ancha cama de matrimonio, recién hecha y sin una sola arruga o mota de polvo que discutir.
—Dudo que eso sea un buen pronóstico —escupe, entre dientes.
Permite que él se deleite en la estrafalaria disposición del dormitorio. Armario empotrado en frente de la cama, escritorio junto a la entrada y estantería abarrotada, plena de libros o recortes al fondo. Justo por debajo del ventanal, de vistas envidiables, una cómoda provista de otros tantos bártulos. Un conjunto ecléctico, variopinto y armónico, hecho en una paleta de colores neutros. Descubre el baño en cuanto se desplaza y, anonadado, en él se cuela. Paredes limpias, secas y un olor a limón, a limpio que lo embriagan. Reviste la estancia un orden armónico y sencillo, por el que nada desentona. Una bañera común, el váter y un lavabo, sin toalla a su lado. Cuela la vista por la ventana rectangular, milimétrica y discreta que, casi en el techo, obra para ventilar.
—No sé por qué me sorprende esto —comenta. Deja escapar el asombro. —Este sitio está cargado de ti y, también, de mí, a juzgar por el póster.
Sofía se ruboriza.
—Yo no sabía que venías —se justifica, a trompicones. —Si no, lo habría retirado. Menuda vergüenza tienes que sentir, ¡qué tonta!
—Para mí es todo un honor —contradice. —Como si tienes toda la habitación forrada, ¿es que no tienes derecho? Aunque sí que me gustaría pedir algo a cambio.
Carga con el equipaje pesado, abultado de su pareja hasta el escritorio y, sin atreverse a girar el cuerpo, pregunta.
—Una fotografía tuya —solicita.
Mordisquea los labios, sus carrillos sin apenas piedad, impaciente ante lo que esa petición pueda provocar en ella.
—Supongo que es justo —razona. —Pero, ¿puedo saber qué no encajabas de mí?
Tono agrio, dolido. Él deja escapar una mueca de arrepentimiento y, en su fuero interno, se abronca.
—No tienes por qué hablar de ello, ¿sabes? —Replica, de golpe. —Tienes derecho a la intimidad, a procesar tus emociones y, sobre todo, tienes derecho al pasado. Yo no debí haber dicho eso. Sé que no está bien hacer presión y, por más pareja que seamos, lo cierto es que no me debes ningún relato de hechos de tus parejas pasadas.
—Oh, sólo tuve una —ella le da la espalda. Su voz suena resquebrajada, rota. —Matilda.
Apoya una mano fría, púrpura en el borde del escritorio y, sin saber cómo, carraspea para seguir.
—La verdad es que no tiene mucha importancia porque fue un amor adolescente —agrega, liviana. —En Palermo, antes de venir aquí. Yo no recuerdo cómo la conocí, pero sí sé que creía que era la mujer de mi vida. Tenía los ojos claros, la piel oscura y el pelo largo, largo, castaño color chocolate. Se reía con el alma, hablaba como una diplomática y sabía tanto, de tantas cosas. Claro que yo tenía dieciséis años y, por aquel entonces, era muy impresionable. Nos enamoramos, claro está y vivimos un verano de película, casi irreal. Al llegar septiembre, rompimos y ella prometió escribirme. Nunca lo hizo y yo insistí; jamás debí haberlo hecho.
Rompe su quietud, su silencio e inmovilismo para abrazarla por detrás. Cálido, aprieta y, mimoso, sostiene, incapaz de agregar algo de utilidad. Nota que ella tiembla, que llora y no puede sino mecerla.
—Ella se burló de mí —continúa, contra su pecho. —Dijo cosas horribles y yo, mi confianza quedó rota por siempre. Y lo siento, lo siento mucho por ti.
—¿Por mí?
—Puede que eso repercuta en la relación que tenemos —balbucea, insegura. —Mis propios miedos.
—Miedos que son comprensibles —la cerciora. Arrastra a la chica consigo a la cama. —¿Sabes? Gracias por hablar, por contármelo. Sé que revivirlo es duro y, también, que no me debías nada.
—Creo que la mejor política es la honestidad —se deja abrazar. —Al fin y al cabo, yo sé todo de ti, de tus ex novias, de tus líos o tus relaciones fallidas, ¿por qué no ibas tú a saber lo mismo de mí? Nuestra relación debería ser equitativa.
—Estamos lejos de estar a la misma altura —expresa. Besa su hombro, distraído. —Y me aterra.
Guardan silencio, distraídos. Reflexiona él acerca de su carrera, sus logros o su pareja y, mientras. Ella se deja abrazar, mimar, amar y, por entre su tejemaneje de ideas, un atisbo de duda asoma.
—Que haya una disparidad objetiva no quiere decir que no podamos trabajar en eso —advierte. —Cerciorsrse es el primer paso.
—Yo no me refiero a lo que podemos trabajar —afirma. —Sino a lo que yo no puedo controlar. A riesgo de sonar posesivo, quiero poderte proteger. Dentro de lo que cabe, elegí la fama y ello conlleva ciertos efectos colaterales, pero tú me has elegido a mí, no a mí popularidad y odiaría que las malas lenguas nos separan, ¿sabes? Eso es lo único que me preocupa ahora: tú, que estés bien. Siempre.
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