Es un punto, una mancha emborronada, deforme e indistinta, ávida de deseo. Hambrienta, Sofía está anclada a él. Piernas firmes, fornidas alrededor de su cintura, en tensión. Eléctrica, muda de pasión, mueve las manos, arriba y abajo. Cabello, cuello, hombros. Toca sin sentir, ni definir. Bajo sus palmas, la tez tatuada, cálida, tostada reacciona; piel de gallina. Enreda los dedos en sus rizos oscuros, deshechos y, sin cuidado, ni mimo, tira. Presa del intenso placer, vuelve a tirar del pelo. Gime, ruge. Expresa el anhelo a trompicones e incoherente, ahogada respira, irregular. Bocanadas grandes e imprecisas, al borde del desmayo. Dubitativo, Damiano rompe el contacto. Jadea, sin voz y, descuidado, él agarra su barbilla. La contempla duro, primitivo y, en sus pupilas, el rostro arrebolado, lee la sed, el hambre, el frío.
-Necesito besarte -expresa, asfixiada.
Sus labios hinchados, enrojecidos palpitan por la anticipación. Con los dientes, los machaca, incapaz de resistirse. Sobre su clavícula, las manos de ella tiemblan.
-Y yo follarte -reconoce.
La voz emerge de su pecho extraña, gutural e impropia, ronca de pasión. Contiene la columna, el torso de Sofía contra la pared fría, lisa e impoluta del Hotel di Verona, tan gótico y tan sombrío. Respira, agitado. Clava sus pupilas en las de ella.
-¿Piensas quedarte ahí, así? -Lo reta. Su pecho vuelve a subir y bajar, desesperado. Hiperventila de anticipación. -Es agradable que me folles con la mirada, pero preferiría algo más físico.
Y ni se reconoce. Soez, descarada e intransigente, exigente, dura. Contra la pared, arde y, también, bajo la mirada inquisitiva, explícita de él, se humedece. Incluso, teme por sí, por ambos, pero sus dudas, el miedo se ven rotos por un beso, seguido de otro, otro y otro. Bebe de ella, ávido. Recorre la boca, el paladar, la lengua y, sobre esta, luchan. Pelean por el poder, empujan, cosquillean y, de la entrada, la lleva al baño. Rompe el contacto.
-No, no, por favor -suplica, al borde de las lágrimas. -No dejes que se acabe.
-Jamás -niega, la refuerza. Da la espalda a Sofía para poner el tapón a la bañera, abrir el grifo y regular la temperatura. -Pero cumplo mis promesas.
-¿Promesas? -Inquiere. Recibe un beso casto, puro de él sobre la punta de la nariz. -¿Qué promesa?
«Primero, iríamos al cuarto de baño. Abriría el grifo, pondría el tapón a la bañera y dejaría el agua caliente caer mientras te quito la ropa, poco a poco».
Sin respuesta.
Sólo besos, besos por doquier, por su piel, sus huesos, los músculos. Con los labios, el dibuja el trazo de su rostro: pómulos, mandíbula, frente. También, las cejas, su barbilla o el entrecejo dubitativo. Desciende por su cuello, valiente. Rebusca entre venas, lunares o nervios su debilidad, ese punto de placer delirante hasta encontrarlo. Un escalofrío brusco, violento, junto a un jadeo lo obliga a sujetarla. Nota el temblor deshecho, descompuesto de ella bajo su presencia y, sin romper el contacto, desabrocha el pantalón.
-Es un body -le advierte, sin abrir siquiera los ojos. -Tienes que quitar la ropa.
«Segundo, te desnudaría por completo. Imagino que las vistas serán inigualables».
Obra al tiempo que habla. Descalza, desnuda su cuerpo hasta quedar en ropa interior y, de nuevo, se abalanza sobre él, sin darle tiempo a procesar su imagen. De baja estatura, gorda, llena de curvas y tinta, con la piel irregular, repleta de manchas, lunares u otros, obliga a Damiano a olvidarla. Porque masajea, toca y provoca, no poco sutil. Con la punta de los dedos y uno por uno, desdibuja el trazado irregular, variopinto de sus tatuajes. Una danza lenta, coqueta, sexual que precipita su cordura al vacío. Es él quien toma asiento, débil. Cierra los ojos, aturdido y, en vez de sentir sus labios, las manos por todas partes, oye que el agua deja de correr. Ladea la cabeza, alterado y la contempla. De espaldas, agachada y, de repente, la tela le aprieta, mucho. Torpe, a trompicones, se deshace de su ropa.