Está encorvada e inspirada, muy concentrada en la tarea pendiente. Desliza el lápiz a trazos firmes, seguros e inclinados, casi oblicuos, con objeto de plasmar su idea. Sobre su cabeza, la luz del flexo tiembla, pero resiste y arroja un halo intenso, claro que descompone la hoja gruesa en sus miles de compuestos químicos. En el tejido del papel, se descompone el carbón del instrumento de escritura, grueso e irregular. Poco a poco, la ilustración cobra vida y, pronto, arroja el lápiz a un lateral. Con el dorso de la mano izquierdo, sucio, contempla su trabajo, orgullosa y, de inmediato, se arma con un rotulador de punta fina. Retira la tapa, muy centrada. Antes de repasar sus trazos, levanta la hoja y, con un ojo entornado, analiza los trazos.
Por la espalda, Sofía se acerca, con los ojos enrojecidos e hinchados y, ante el boceto, despliega una sonrisa vivaz, aunque fatigada. Ubica su mano fría, temblorosa en el hombro, como gesto de apoyo y, la una a la otra, se contemplan. Unos nudillos golpetean la puerta del estudio pequeño, coqueto. Ambas se giran a tiempo para ver a Romeo a entrar. Porta entre sus manos una bandeja con un par de cafés humeantes, recién hechos. Despliega un gesto de amabilidad que Chiara reciproca con entusiasmo de más.
—¿Cómo vais? —Interroga, atento. —¿Estáis cansadas?
—Mucho —admite la dibujante. —Pero el trabajo da frutos.
Emplea las patas metálicas, oxidadas de la mesa de dibujo para impulsarse hacia atrás. La silla rueda hasta uno de los laterales y, con los dedos, trepa por la pared; prende el interruptor. Muestra una soga con varias hojas recién pintadas, humedecidas y puestas a secar, colgadas por los extremos de forma cuidadosa, pulcra. Enfrentan al aire acondicionado que, dada la llegada del otoño, está apagado desde hace un par de días, dos semanas. Con una expresión sorprendida, el guardia de seguridad irrumpe en el espacio diminuto. Sofía se echa contra la pared para que pueda pasar.
—Es precioso, dios mío —comenta, boquiabierto. Su voz deja escapar la sorpresa. —Se ve mucho más bonito en persona que por redes sociales.
—¿Lo has subido a Instagram?
—Correcto —afirma, vehemente. —Nuestra bandeja de mensajes directos está a rebosar de respuestas y reacciones. A nuestras seguidoras les ha parecido una propuesta creativa.
—A la directora también —admite el guardia de seguridad.
Ambas se excitan.
—¡¿Es en serio?!
Por instinto, chocan las palmas de las manos y se abrazan, apretado. Rotulador en mano, Chiara regresa al dibujo y, temblorosa, desliza la punta, con mucho cuidado, sobre sus previos esbozos. Parpadea varias veces antes de seguir, agotada.
—¿Por qué no vuelves mañana? —Propone Romeo. —Hoy has avanzado mucho.
—No es sólo mérito mío —admite.
Ladea la cabeza, en dirección a Sofía, quien tiene la cabeza baja, pendiente de la brillante pantalla del teléfono móvil. En su pantalla, salta una notificación y, ante su contenido, no puede sino abrir los ojos, de par en par.
—Ella ha coloreado acuarelas todo el día —vocaliza.
Deja escapar un suspiro agotado e impropio de su corrección recatada y, con poca observancia, se estira hacia detrás, para desperezarse. Choca con el pecho del guardia de seguridad.
—Es de noche —él insiste, preocupado. —Hace horas que tu jornada laboral acabó.
—Son horas extras que ha autorizado la directora —recupera el instrumento de escritura y, veloz, revitalizada, garabatea en el papel. —Tengo que pagar mi coche. Además, que sea de noche no significa nada, estamos en otoño.
—Las seis de la tarde.
—¡¿Cómo?!
Retuerce el cuerpo hacia detrás, exaltada. Trabajar tantas horas seguidas e intenso ha provocado que pierda la noción del tiempo. Poco a poco, es consciente de sus sensaciones de hambre, de sed y, con la pregunta cosida a los labios, se gira, hacia la bandeja. Romeo le da su taza de café.
Ajena al intercambio, Sofía apenas presta atención; está atrapada en el teléfono móvil, la interfaz de Instagram. Frente a sí, tiene un mensaje directo de Måneskin. Está en lo alto de la bandeja de entrada, por lo que es reciente. Como habría sido habitual, la respuesta no se ciñe a un emoticono, sino que alberga texto y, paralizada, es incapaz de clicar para leerlo entero. Los latidos de su corazón se aceleran. Rememora haber subido a las historias del perfil un vídeo corto de las acuarelas recién pintadas, tendidas en un orden exacto, riguroso a los pasajes del libro. Apenas medio minuto, acompañado del emoticono de la lupa y con Niente da Dire de fondo. Su cabeza trabaja a gran velocidad, incapaz de resolver cómo es posible que haya llegado a ellos. Una fracción de segundo después, la banda comienza a seguir a Casa di Giulia en Instagram y a ella podría estallarle el alma de felicidad.
Sin apenas respiración, salta de una notificación a la otra e ingresa en el cuidado perfil de la banda. Desliza el dedo por la pantalla, con los ojos cargados de esperanza, de extrañeza y, por fin, devuelve el seguimiento. Regresa por su propio pie a los mensajes directos.
—¡Sofía! —Chilla Chiara, harta de llamarla.
Da un respingo que por poco la hace perder el teléfono móvil.
—Perdón, perdón —exclama, asfixiada. —Estaba leyendo un artículo muy interesante sobre el Banco Central Europeo, ¿sabéis que van a subir los tipos de interés?
Como si hubiese hablado en alienígena. Ambos la observan, confusos.
La dibujante sacude rápido la cabeza y, con determinación, por primera vez en horas, se pone en pie. Gimotea al extender articulaciones que creía rígidas, casi desaparecidas por el furor de la tarea propuesta y recoge sus bártulos. Sofía la imita.
—¿Quieres que te acerque a casa? —Cuestiona. —Seguro que tu abuela está preocupada.
Echa un vistazo rápido, de soslayo al paisaje que ofrece la ventana. Noche cerrada, oscura y sin luna, debido a la nubosidad creciente. Varias horas atrás, sin que ninguna de las dos haya sido consciente, ha caído un chaparrón.
—Si me haces el favor, yo estoy encantada —replica.
—Dadme dos minutos —pide Romeo. —Voy a acompañaros al aparcamiento, ¿os parece bien?
Chiara asiente, leve y Sofía devuelve su atención al teléfono móvil, al mensaje directo. Llena de agallas, de una valentía angustiosa, entra al chat con la banda.
«Es una alegría ver que alguien escucha nuestra música vieja. Il Ballo della Vita se siente tan lejano que parece irreal. Gracias 💜 - D».
—¿Vamos? —Quiere saber su amiga.
Asiente.
«Todo lo que es bueno, vuelve».
visto.
