Sonríe, complacida. Escanea a Damiano de arriba a abajo, sin pudor alguno. Sus ojos viejos, hundidos y acuosos centellean. Bebe de la escena que presencia. De pie plantón, relajado y con la mano cálida, firme extendida, emplea el otro brazo para rodear por los hombros a su nieta. Entre sus brazos, ella carga un ramo de flores precioso. Aroma a jazmín, a flor embriagan el hall. Luce este viejo y destartalado, pero vívido, casi romántico bajo la intensa luz crepuscular del mes de abril. Deleitada, acepta su mano y la sacude con fuerza. Con esto, se hace a un lado y, ante los ojos de él, se extiende una casa oscura, fría e interminable, pero mágica. Ubica a sus pies la maleta y, entonces, halaga el hogar. Efusivos comentarios a los colores, la decoración y el templado bienestar que terminan por desencajar a la abuela de Sofía. Acostumbrada a los cotilleos o los consejos crueles e irónicos, en tono sarcástico, la limpia honestidad del cantante inclina la balanza por completo a su favor. Para cuando cruza la pareja a la Sala de Estar, donde Damiano estrecha la mano de la prima, ya goza del afecto de la matriarca.
—¿Dónde te alojas? —Quiere saber Anna, a la vista del abultado equipaje. —Parece que te quedas un par de días.
—Podría haber ido a ver a sus padres —repone Sofía, a caballo entre el orgullo y la queja. —Pero ha decidido venir hasta aquí para que estemos juntos un par de días.
—Una semana —aclara. —Y no sé dónde voy a quedarme todavía, la verdad. En cuanto me he enterado de que el concierto del sábado se aplazaba, me he echado toda la carretera. Huelo a coche, a polvo y a autopista, no sé por qué tu prima es tan efusiva. Está abrazando a un hombre apestoso.
—¡Tonterías! —Interviene la anciana, quien arrastra una de las sillas de la mesa para el recién llegado. —¡Pagar por dormir! Te vas a quedar aquí.
Silencio estricto, sepulcral.
Ambas nietas desvían la vista del cantante a la anciana, asombradas. Ni respiran siquiera. Aguardan a que ella se retracte de su estrafalaria petición, pero no lo hace. Sostiene la mirada de sus nietas con un temple, una fortaleza excepcional, que obligan a Damiano a admirarla. Continúa la quietud por un par de segundos e inclusive, obliga a Sofía a cuestionar la lucidez de su abuela. Porque podrá ser progresista, lesbiana y, también, feminista, pero muy estricta en lo que a los hombres respecta. Ninguno de los ligues de género masculino de las nietas ha podido ir más allá de la Sala de Estar.
—Agradezco mucho la oferta —interrumpe el cantante. —Pero comprendo que lo haga por el compromiso en el que la hemos puesto sin quererlo. No me quedaré.
—Oh, por Dios, no seas absurdo —lo desmiente la anciana.
Prende la luz, ante el inexorable avance de la noche sobre la ciudad de Verona y, con mayor claridad, escruta en el fondo del alma del chico. Él aguanta la mirada, vehemente.
—No es un problema —asegura.
Vuelve a sonreír de medio lado y, temblorosa de repente, Sofía se aferra a la vieja silla de madera. Con cuidado, Damiano la sostiene, la apega contra su cuerpo, para darle calor y seguridad.
—Necesito que cuides de Sofía —desvela, al fin. —Yo estoy muy mayor para tanto vaivén. Tú eres joven y recio. Además, parece que tienes un interés genuino y auténtico en ella, así que está bien para mí.
—Le prometo que esa es mi intención: cuidar de ella.
—¿Abuela? —La atropella la interpelada, casi sin aire ante semejantes declaraciones. —No es mi enfermero, ni mi padre, sino mi novio.
—Oh, ¿te crees que estoy ciega? —Protesta, enérgica.
Cualquiera hubiera dicho que, apenas un par de meses atrás, parecía estar en las últimas. Reflexiona el cantante acerca de la fiereza, la vitalidad que exhibe una mujer nonagenaria y, sin poder evitarlo, establece un paralelismo con el carácter indomable de su pareja.
—¿Por qué este cambio de criterio? —Cuestiona la nieta, carcomida en curiosidad e inseguridad.
Parpadea varias veces, con objeto de hacer ineludible su interés. La anciana se apoya en el respaldo de la silla, dubitativa.
—A ver si a este lo pescas —concluye.
Mientras que Damiano y Anna rompen a reír, Sofía regala una expresión de desaprobación clara, horrorizada a su abuela, quien se encoge de hombros.
—¿Desde cuándo tienes tú interés en que yo pesque a alguien?
—Desde siempre.
—Ninguna de nosotras es católica, pero de sobra sabemos que mentir está mal —interviene Anna, por vez primera. —Siempre has rechazado a nuestras parejas por ser poca cosa.
—Es rico, guapo y además te trata como a una reina —repone, con una honestidad bruta y a la defensiva.—¿Qué más puedo pedir? Y ya va siendo hora de que salgas de tanta soledad, que no es bueno. Las niñas tan jóvenes como tú tienen que comerse el mundo.
—¡¿Tanta soledad?! —Chilla, eléctrica.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste pareja?
—Hoy.
—No seas obtusa —la corrige su abuela, implacable. —Estás traumatizada. A ti te han maltratado mucho y a Dios pongo por testigo que creía que no ibas a encontrar a nadie que te hiciera ilusión. Desde que empezaste a hablar con él, eres otra y me da igual que llevéis de novios tres días.
Boquiabierta, balbucea un par de incoherencias.
A su lado, Damiano la contempla, de soslayo y, en su rostro, se hace manifiesto el desconocimiento. Reconoce, ahora, su dolor, el silencio o el ostracismo respecto a su vida romántica, de la que él intentó obtener información una sola vez y sin éxitos. Entiende el por qué y, por dentro, siente un dolor agudo, punzante; la idea de que ella sufra le resulta insoportable.—Yo cuidaré de ella —concluye.
