Los nervios gruesos e inconsolables habían desequilibrado su psique durante todo el día. Helada, gélida y de manos torpes, temblorosas, estaba inquieta. De aquí para allá, multitarea. Acabar las tareas asignadas había sido un suplicio. Tanto Romeo como Chiara se habían preocupado. Esa tez blanquecina, casi verdosa, junto a las ojeras negras, profundas y el miedo impreso, permanente en sus pupilas. Su desazón era palpable, notoria por lo que, a la hora de salir, sendas amistades suspiraron, aliviadas. Casi que a la carrera, Sofía se dirigió a casa. Entró, sin saludar y, de tres en tres, subió los escalones, rumbo a la ducha. Bajo el agua templada, tibia, se lavó, rasuró entera, de cabeza a pies, obsesionada con rozar la perfección. Apenas prestó atención a su playlist de Måneskin, que repetía Coraline de seguido, sin parar.
Junto al alféizar de la ventana, los productos de belleza aguardan. Corrida la cortina, Sofía deja ir la toalla a sus pies y, frente al espejo de cuerpo entero, se acicala. Desodorante por un lado, crema por el otro y, como punto final, vuelca medio frasco de colonia sobre sí. Emplea dos dedos para arrastrar el líquido a zonas estratégicas: detrás de las orejas, el cuello, parte de la clavícula o las muñecas y, por fin, cambia la canción. Los primeros acordes de Le Parole Lontane hacen acto de presencia y, con una sonrisa de alivio, inspira hondo, por vez primera en todo el día. Afuera, cielo despejado y las primeras briznas del atardecer rosado, primaveral. Algunos rayos de Sol dorados se cuelan por entre el tejido opaco, yermo de la cortina mientras ella se viste. Su ropa interior, un conjunto ceñido, de encaje negro, combina a la perfección con el body básico, de color oscuro, similar a su piel y el par de vaqueros claros, junto a unos deportivos algo duros, rígidos. Llega al joyero, torpe y, de entre tanta bisutería cara, barata, bonita o estropeada, escoge un par de aros kilométricos, bañados en plata. Manipula su cabello anaranjado, caído y, tras tratar de peinarlo, sin mucho éxito, desiste de tal tarea en favor del maquillaje. Frente a su estuche abierto, duda. Cambia la canción, Chosen. Pincel en mano, delinea sus ojos en primer lugar. Una línea fina, discreta, casi invisible que alarga la presencia de su párpado almendrado. Agrega el color, atrevida y entremezcla el tono plateado con matices de blanco mate, nude. Rímel, el labial oscuro, color vino y, con la interrogación en el rostro, su ceño fruncido, se asoma a la ventana. Apenas hay luz solar restante. Todo el cielo se ha teñido de una mezcla perfecta de rosa, violeta y dorado potente, casi cegador. Sin una sola nube, a sus espaldas sabe que la Luna Creciente, un par de planetas y estrellas, más de las que es capaz de contar, gobiernan la bóveda celeste.
En el piso de abajo, el timbre resuena a tiempo, justo cuando Sofía cierra su pequeño neceser. Aporta lo necesario e imprescindible, sin una sola noción de qué puede necesitar, ¿preservativos? ¿Una navaja? La sola ocurrencia la hace temblar de miedo. Baja los escalones, distraída e irascible, con un plan de huida en mente. Repasa los puntos, una y otra vez, así como lo que planea decirle a él, sea quien sea. E ignora el mundo exterior. Sube al coche de Chiara, junto a Anna y besa a Romeo en la mejilla, que va al volante. Abrocha su cinturón de seguridad y, a pesar de la música, de las ventanillas bajadas, no hace un sólo esfuerzo por interactuar con sus amigas. Está rígida, helada. Inerte, desliza su mirada por el paisaje diverso, casi florido que recorren. De las copas de los árboles, arbustos o flores timidas que, perezosas, se abren, se desprenden los últimos vestigios de un invierno no muy frío. A mitad de camino, las farolas se prenden y, pocos minutos después, el sol se hunde de forma definitiva por entre las montañas. El paisaje adquiere un toque romántico, lúgubre y fantasmagórico, que le inyecta el miedo hasta la médula a Sofía. Tiene la cabeza llena de pavor. Desciende del coche, débil.
Todo ese lapso espacio-temporal transcurre en un borrón ciego e indistinto. En algún momento, cruzan el párking, entregan las entradas e ingresan al recinto. A pesar del estallido de voces, carcajadas o chillidos, ella permanece impasible, cabizbaja y con la vista fija en los pies de cualquiera de sus acompañantes. Persigue los pasos hasta la pista y, antes de que se dé cuenta, el Arena di Verona se ha sumido en la oscuridad, el silencio.
De la nada, un rugido. Chillidos, gritos, vítores que superan todos los decibelios soportables. Sofía parpadea, vuelve en sí y, todavía lívida, alza la cabeza a la par que el escenario es iluminado. Por orden, suben todos los miembros de Måneskin: Ethan, Thomas, Victoria y, por último, Damiano.
Aunque la recepción está cargada de berridos, aullidos e interpelaciones, ella pierde el sentido de la realidad en cuanto lo ve por primera vez, a tan poca distancia. Siente que su corazón deja de latir y, sin querer, deja de respirar. Atraganta una exhalación en la garganta y, con los ojos muy, muy abiertos, contempla cómo se desplaza. Con una confianza descarada y seguro de sí, su presencia física es imponente. Fornido, repleto de tatuajes y alto, atractivo hasta decir basta, sus ojos centellean, reflexivos. Arroja un palabreo insensato, pero cómico al micrófono y, antes de empezar, hace una genuflexión teatral. Ethan da ritmo al grupo y, de inmediato, se une Victoria con el bajo. Gasoline llena los confines del recinto. Mientas él canta, se lanza a la búsqueda visual. Recorre las filas, los rostros uno a uno, sin prisa, pero sin pausa. De forma disimulada, incluso, se pasea por el escenario y, todavía, al acabar la canción, no ha dado con lo que anhelaba. Empieza a cantar Chosen y, por fin, en la tercera estrofa, la vislumbra. Rozan las miradas. Damiano esboza una sonrisa radiante, espectacular en dirección a Sofía y, sin temor alguno, descarado, saluda en su dirección. Las fans que están alrededor estallan en júbilo y, de pura impresión, ella se queda helada, con la mano en el aire. Dios, que sí que es él.