Golpea el timbre con una mezcla de rabia, desesperación e insistencia, deshecho. Presiona sus dedos, reiterado y ante la imposibilidad de asaltar la casa para llegar hasta ella. Detrás, cargada de enseres, bolsas y maletas, Victoria llega. Brusca, da un tirón a la ropa de Damiano, con la esperanza de que cese en su acoso.
—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que pasa?
Protesta Anna, a medio vestir y recién levantada. Abre los ojos, de par en par. La bajista saluda con un aire tímido, dulce y ambas resplandecen de placer, de gozo ante el reencuentro. Exasperado por el lenguaje no verbal o la tensión no resuelta, el cantante aparta a la prima e ingresa al destartalado caserón.
—Eres un maleducado —lo reprende su amiga, molesta por su gesto. —Podrías al menos haber pedido permiso, ¿es que no tienes educación?
—Oh, ¡qué me vas a contar! —La corea la habitante de la casa. —¡Hombres! No sé qué sería del mundo sin nosotras, las mujeres.
Victoria sonríe.
—¿Dónde puedo poner los bártulos? —Exhala, fatigada de aguantar el peso.
Producto del intenso calor, su cabello claro, rubio ceniza permanece pegado a su rostro. Sendos chorros de sudor descienden por su inmaculada tez limpia, al natural. Está acalorada. A pie de escalera, aguarda el cantante, desquiciado e impaciente.
—¡Por Dios!
Gira sobre su propio eje, hastiado e inicia un ascenso torpe y veloz, algo accidentado. Tropieza con sus propios pies, el aire, al llegar al piso de arriba y no cae de puro milagro. Tuerce a la derecha, al pasillo largo, lóbrego y oscuro, sin vida.
—¿Quieres conocer a mi abuela? —Pregunta Anna a su invitada, resplandeciente. —Está en la cocina y, seguro, muy confusa por todo este vaivén de voces, prisas y malos entendidos.
—Nada me gustaría más —repone la bajista.
Con timidez, rozan los dedos, la piel, el alma y, ruborizadas, la laberíntica disposición del hogar las engulle, en dirección a la cocina.
De vuelta al piso de arriba, la cautela es la mejor arma empleada por Damiano. Camina suave, casi sobre las puntillas y muy temeroso, casi que tiembla. Por su psique, desfilan sus pasados ensayos, los discursos hechos frente al espejo, a Ethan, a Victoria y, al rozar el pomo de la puerta del dormitorio de ella, sabe que todo el esfuerzo ha sido en vano; ni una sola palabra de todo el diccionario italiano es capaz de expresar cómo se siente. La mano cálida, firme se aferra a la estructura gélida de plástico bañada en gris y gira. Chirrían las bisagras. Poco a poco, abre la puerta e ingresa a un dormitorio revuelto, oscuro, cargado de dolor. Deshecha la cama, revueltos los cajones y entreabierta la puerta del armario, la persiana está a medio bajar y, la ventana, abierta. Una brisa cálida, agradecida revuelve de forma rítmica, suave la cortina. Apenas llega al interior la luz del día.
—Oh, Dios —deja escapar, incapaz de procesar el desorden del que es testigo.
Los libros revueltos o el portátil caído, desmembrado sobre la alfombra provocan una punzada de terror. Su corazón late con fuerza. Nota que los latidos se agolpan en la garganta, sus sientes o el esternón, a punto de estallar y también, la respiración acelerada. Comienza a hiperventilar, sin saber cómo controlar el pánico. Avanza a tientas, a trompicones y, con la mirada perdida, inyectada en un pánico innombrable, la busca. Tampoco queda por el suelo, ni debajo de la cama.
—¿Sofía?
Pregunta al aire, a la inmensa nada que lo engulle, roto de miedo. Su expresión es indescifrable, pero más es la reacción de ella, a quien oye revolverse. Un jaleo de huesos, articulaciones y pasos aletargados, descoordinados responden desde el interior de la bañera. Ambos se precipitan a retirar la única barrera arquitectónica que los separa, la puerta. Cuando ella tira, él empuja y, como resultado, por poco se chocan.