—Es mucho peor de lo que creía —comenta Chiara, horrorizada.
Pincha los restos de su ensalada, torpe e impresionada. Está desconcertada, desencajada ante el relato de hechos y, con los ojos muy abiertos, absorbe los detalles, las palabras o los gestos de Sofía.
—No sé cuánto tiempo más voy a ser capaz de aguantarla —protesta, sin aire en los pulmones.
Su ansiedad comprime huesos, acelera el corazón y, sobre el esternón, deposita un dolor sordo, casi un zumbido incesante que no la deja pensar. Los ojos claros están enrojecidos, acuosos. Retiene las penas en el lacrimal, dura e inflexible, pero tiene la voz estrangulada, rota. Tamborilea los dedos sobre la mesa de madera, inapetente y, brillante, el tenedor descansa, todavía sobre su comida intacta. Con la otra mano, sujeta su cantimplora, la aprieta hasta el límite de su fuerza, desvalijada. Por debajo de la mesa y en un silencio estricto, asfixiante, Chiara roza a su amiga, con la punta del tacón. Es un roce sutil, tierno. Respeta su explicito dolor, color carmesí.
E irrumpe Romeo en la Sala de Descanso, un par de minutos después. Sobrecargado, exhausto e inocente, ajeno a Sofía arrastra una silla y toma asiento. Arroja casi a desgana, lleno de súplicas y protestas su tentempié a la mesa. Un bocadillo alargado, escuálido, envuelto en papel plata rueda sobre sí, hasta el tupper de la dibujante, quien lo fulmina con la mirada. Antes de que el Guardia de Seguridad se percate de ello, lee el ánimo, la expresión de su otra amiga y, lleno de una consternación dulce, tierna la abraza. Ni pregunta, ni media palabra, sino que extiende el brazo sobre sus hombros. Ofrece un cobijo cálido, mullido sobre su pecho que ella no duda en tomar.
—Déjame que adivine —enuncia, en voz baja. —¿Tu madre?
Asiente, incapaz de exhalar aliento. Él chasquea la lengua, a caballo entre la frustración, la rabia y una sorda indignación que crece con el devenir de los días. Chiara apuñala un par de hojas de lechuga.
—Es su presencia —apunta.
—No sé a vosotras, pero a mí me molesta en particular que exista, respire y todas esas cosas —casi que escupe.
Con la mano libre, rompe el papel plata y, del bocadillo, cae una rodaja de queso. La atrapa entre los dedos y, sin escrúpulos, la lleva a la boca.
—Quiere quedarse —expresa. —Dice que si la abuela se niega a dejar Verona, se vendrá ella de Palermo, que pedirá una excedencia para cuidar de ella. Y no me malinterpretéis, sé que sus cuidados podrían ser muy buenos ahora, dado que ni Anna, ni yo somos médicas, pero es asfixiante.
—Es invasiva, clasista, maleducada y racista —enumera Chiara, ayudada del tenedor. —Se te tiene que haber caído el mundo a los pies.
Asiente, entre sollozos.
—Pero, pregunta, ¿por qué tu abuela no quiere irse con ella a Palermo, además de por motivos obvios?
Recibe un par de miradas graves, disuasorias de sus acompañantes y, sin mediar palabra, da un mordisco a su sándwich.
—Palermo está en la otra punta del país, Romeo. —Explica Sofía, algo más calmada. —Allí no tiene arraigo, ni familia y sabe que no nos querríamos ir con ella, ni Anna, ni yo. Y mi madre se la quiere llevar para tenerla desatendida porque se pasa el día fuera con sus amigas, de compras o en el trabajo, ¿va a renunciar a su vida por ella? Lo dudo.
—Quiere estar con sus nietas.
—Sus únicas cuidadoras.
—Y las únicas que hemos aceptado a su pareja.
—Estás jodida —concluye el Guardia de Seguridad quien, sin disimulo alguno, acerca el tupper a su amiga.
Con sus manos grandes, torpes, engancha el tenedor a los dedos temblorosos, manejables y apuñala el primer macarrón. Por inercia, ella se lo lleva a la boca.
—Si estás muy desesperada, puedes venirte a vivir conmigo —ofrece Chiara.
—¿En serio?
Abrupta, inclina el cuerpo hacia adelante, llena de una esperanza líquida e incendiaria. Su iris de color miel, cálido chisporrotea en un mar de sensaciones indescriptibles. Cerradas en puños, las manos golpetean la mesa y el tenedor, víctima del momento, se estampa contra el suelo. Romeo lo rescata, lava y devuelve a su dueña, que apenas puede contener la felicidad. El asentimiento leve, suave de la dibujante provoca un júbilo escandaloso. Gritos, saltos de alegría y besos, besos húmedos, largos, cortos, a montones. También un abrazo muy sentido, repleto de afecto.
—Te quiero, te quiero, te quiero —exhala, prendida en carmesí. —Siempre supe que eras mi amiga del alma.
—Anda, anda, come.
Protesta, con dejadez, aunque incapaz de ocultar la sonrisa cómplice, culpable que aflora a sus labios. De soslayo, contempla al Guardia de Seguridad, quien le guiña un ojo, entre coqueto y atrevido.
—Yo podría ayudar —se ofrece. —Pero, ¿me permites un consejo?
—Romeo, el sabio —anuncia Chiara, teatral.
Una burbuja agradable, suave brota de su pecho y, de repente, se siente optimista, ligera; quizás, haya sido el ayudar a su protegida en apuros.
—No seas impulsiva —agrega él, en tono grave y profundo, como si desvelara algún tipo de conocimiento oculto, ancestral. Ella pierde la sonrisa, de golpe. —Debes irte si estás mal, por supuesto. Nadie debería aguantar un entorno hostil e intolerante, pero espérate a ver cómo reacciona tu madre. Puede que todos estos años distanciada la hayan ayudado a mejorar, cambiar o reflexionar y tu abuela os quiere a vosotras, no a ella. O, al menos, eso es lo que yo tengo entendido.
—A riesgo de que me consideréis poco justa, no creo que un trozo de mierda tenga capacidad de evolucionar a mejor.
—Si quieres tomar por evolución el hecho de que me haya llamado gorda dos veces en vez de diez —comenta, con dejadez.
—¿Y tu chico qué dice?
—¿Qué chico?
—El de Twitter —la pincha el chico. Clava su dedo sucesivas veces en el brazo, insistente.
—¿Qué?
—Por favor —deja escapar Chiara. Lleva los brazos al cielo, evidente. —¿Es que te crees que no nos hemos dado cuenta de que te pasas la mitad del tiempo inclinada sobre el móvil, con él?