13 de abril

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—Que no me tomen por católica, pero agradezco mucho, mucho que estemos en Semana Santa porque no creo que aguante hasta el viernes —protesta Sofía, desganada. Tras suspirar, deja caer la cucharilla del café sobre el frágil plato de porcelana. —No puedo más.

Frágil, maleable se deja caer sobre la rígida silla de su escritorio, la cual chirría. Cierra los ojos, exhausta y, por entre las manos, entierra su rostro lívido. Ojerosa e impaciente, gris deja exhalar un par de quejas similares. Apiadada de ella, Chiara la abraza por la espalda. Emite una mueca triste, de compasión y, a medio arrodillar, aprieta el cuerpo de su amiga. Abriga a la chica con su calor, amor y paciencia, sin saber qué más puede ofrecer. Rota una y, la otra, solidaria, guardan un estricto silencio autoimpuesto. Transcurren un par de minutos redundantes e impertérritos, desolados.

Por la ventana, los primeros vestigios de un atardecer templado, anaranjado y prototípico de la época se cuelan. Arroja sombras obtusas, prolongadas y resquebrajadas, imperfectas a los pies de ambas mujeres, que ignoran el vívido fenómeno natural.

—Esto puede contigo —murmura Chiara, inquieta. —No me gusta ver que estás tan derrotada.

Rompe el contacto físico para enfrentarla, cara a cara. De soslayo, adivina que el viento suave, casi cálido remueve la tela opaca, color hueso que recubre el enorme ventanal de estilo renacentista. Omite los detalles para centrarse en sus ojos. Yermos, languidecen. Como un zigzag, un dolor agudo, profundo e intenso, casi absurdo relampaguea en las pupilas dilatadas de Sofía. Impaciente, Chiara mordisquea el interior de sus carrillos con saña.

—Queda poco, ¿no?

Interrumpe el tejemaneje acelerado de ideas, propuestas o cuestiones mentales que, mientras la contempla, su amiga formula. Asiente, dubitativa. Rompen el contacto físico y ella regresa a sus cartas, deshecha. En un punto alejado e indistinto, al cabo del tiempo, un suave tocar irrumpe. Destroza su paz, la quietud y ni se inmuta. Garabatea letras que constituyen una vaga respuesta y, dado que no alza la cabeza, ignora qué sucede.

—Pasa, pasa —pide su amiga, en voz alta. Más alta de lo normal. —Está aquí.

—Y menos mal —agrega su pareja, de fondo. Adivina la exhalación de alivio, de alegría por haber dado con ellas. —Porque le he hecho un tour exprés de Casa di Giuglia mientras os buscábamos.

—No me importa —agrega Damiano. —Es muy bonita.

Bota, de puro asombro y, a la vez que arroja el bolígrafo, contorsiona el cuerpo. Repiquetea el instrumento de escritura al dar con el suelo tapizado, recién aspirado de polvo y, con las manos en el respaldo, muy viva, Sofía se cerciora de que, en efecto, es él. Está ahí, de pie plantón y la contempla, preocupado. Sus ojos brillan, centellean motas de placer, jolgorio, lujuria y, también, consternación, como si adivinara su dolor intenso. Viste con gusto, elegante. Pantalones vaqueros prietos, de color claro y una camisa desbocada, de color beige que deja muy poco de su torso a la imaginación. En los pies, botas y, para aplacar las mechas rebeldes, las gafas de sol aplastan sus ondas deshechas, achocolatadas. Cara lavada, sonrisa ladeada y, en la mano derecha, con mimo, carga un ramo de flores. En un sólo vistazo, Sofía distingue una gama cromática de rosas, blancos y, en menor medida, violeta pálido. A sus fosas nasales llega la fragancia florida, en adición al perfume que él suele verter sobre sí.

—¿Damiano? —Farfulla, absurda.

Las palabras emergen de su garganta casi de forma inconsciente. Arrastra la silla, se levanta y va hacia él, algo encorvada. Frena a dos pasos de chocar y, con el pulso frío e inestable, roza su piel. Desdibuja la mandíbula, sus pómulos o los labios resecos, impacientes por beber de ella. Rebelde, él besa sus yemas y Sofía deja escapar un gemido de alivio e impresión. Se abalanza sobre su torso, su cuerpo y lo aprieta, lo estruja hasta dejarle sin aire. Tiende el ramo al vigilante de seguridad para poder estrecharla mejor.

Durante un minuto íntegro de reloj, se abrazan, palpan, reconocen y, también, lloriquean. Por su parte, Damiano la besa. Besa su frente, sus labios, su barbilla y, después, ríe, al recibir de vuelta su entusiasmo. También la olisquea, la mima, la halaga y expresa el amor, su respeto o su imperiosa necesidad de ella, de estar cerca.

—Diez días —farfulla, contra su cabello y llora. —Diez días lejos de ti. No hay nada que desee más que estar junto a ti y más ahora.

—¿Por qué?

—Porque necesitas cuidados —responde. —Por la regla.

—¿Y no te da asco? —Repone, extrañada. Arruga la nariz, más por sí que por él. —Muchos hombres huirían en dirección contraria por esto.

Sonríe y, antes de responder, vuelve a besar sus labios, encantado de poder estrecharla.

—Yo no tengo la culpa de que la inmensa mayoría de los que comparten mi género sean unos cobardes pretenciosos, ¿sabes? —Reparte su afecto por el tabique nasal de ella. —Pero a mí no me asusta y yo quiero estar contigo estos días. Quiero satisfacerte, ¿es eso un crimen?

—¿Y los conciertos?

Ahora, es ella quien no puede reprimir su felicidad. Contempla su rostro, obnubilada.

—Una semana de descanso —anuncia.

—Creía que ibas a visitar a tus padres —repone. —Y que sábado tocábais.

—A mis padres los tengo muy vistos ya —contesta. Ella rompe a reír. —Pero a ti, a ti necesito verte un poco más.

—¿Esas flores son para mí?

Toma el ramo que le tienden. Con los ojos muy abiertos, adivina siluetas, formas y, también, el número de flores que lo componen. Damiano explica los nombres, propiedades y, también, alguna que otra leyenda, aunque no llega a acabar su exposición. Ella lo besa muy profundo.

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