19 de noviembre

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Los zapatos de tacón repiquetean contra el recién encerado suelo de Casa de Giulia. Mordisquea sus labios sin cesar, sin compasión y, con el ceño fruncido, atraviesa las estancias. Una detrás de otra, los ojos se fijan en muebles, recovecos, luz y, a la vez, no absorben ni uno sólo de los detalles. Con las manos sudorosas, frías, estira la ropa, desesperada. Sus pantalones vaqueros claros, usados, viejos junto al body beige, arrugado y destartalado, repleto de manchas de café accidentales, esparcidas por los pechos. Reajusta sus pendientes, tamborilea sobre sus labios y, antes de torcer una última esquina, la esquina atroz, se detiene, de sopetón. Inhala un par de veces, incapaz de asumir un futuro inmediato e incierto. Traga saliva un par de veces, indispuesta, aunque la puerta se abre antes de que llame.

—Iba a salir a buscarte —comunica su Jefa, con su perenne rostro malhumorado.

Agarra a su subordinada por el antebrazo, algo brusca e irrespetuosa y, sin mayor miramiento, la arrastra hacia el interior del diminuto despacho. Chiara gira el cuerpo. Por un lapso ínfimo de tiempo, chocan las pupilas. Presas del terror, de la adrenalina. A trompicones, torpe, Sofía llega a su silla y, en la punta, apoya el trasero, al borde del colapso.

Cuando la Jefa toma asiento frente a ambas, muy disimuladas y por debajo de la mesa, se dan la mano. Aprietan la carne, los huesos.

—Quería felicitaros —comienza.

Aparta los ojos de sus dos trabajadoras, esquiva e imposible de descifrar. Desliza sus ojos por la pantalla brillante, recargada del ordenador y, en medio del silencio sepulcral, tenso, sólo se oye el clic-clic del ratón. Carraspea Chiara, con los nervios destrozados.

—Quería felicitaros por el proyecto común que habéis hecho —sonríe, por primera vez. —Es una tirada preciosa. Tengo a algunas de vuestras compañeras trabajando en la disposición.

—Podríamos haberlo hecho nosotras mismas —agrega Sofía, con el labio ensangrentado. —Conocemos el museo.

—Lo sé, lo sé —admite. —Pero prefiero teneros ocupadas en una tarea mucho más importante e interesante, ¿queréis saber cuál es?

Ambas se encogen de hombros, sin saber muy bien cómo leer la situación.

—Un libro de cuentos.

Silencio.

Chiara se tensa en el sitio, de golpe y, por su parte, Sofía abre mucho los ojos. Ante la estupefacción, el estupor que sobrevuela a las trabajadoras, su superiora extrae una carpeta enorme, de color azul y, con cuidado, la ubica sobre la mesa. Tumba todos los objetos, inclusive el lapicero. Ruedan bolígrafos, una goma de borrar al suelo y, sin dudarlo, a la vez, las dos se agachan. Comparten una mirada de reojo de repulsión, de rechazo ante la idea y, de nuevo, regresan a la postura natural. Sobre el terreno irregular, esparce la interlocutora las acuarelas secas, impolutas en las que habían trabajado, días atrás.

—Podríais añadir texto, a mano —ofrece. —Creo que podríamos hacer mucho dinero a costa de este proyecto.

—Es una barbaridad —niega la dibujante, vehemente. —¿Cómo vas a contarles a los niños una historia de amor trágico que acaba en suicidio? No hay forma de edulcorar eso y creo que es un tópico demasiado sensible como para tratarlo de cualquier forma. De ninguna de las maneras.

—¿Sofía? —La interroga, con una ceja enarcada.

—Es verdad que yo no tengo niñas —comienza. —Pero no puedo más que apoyar a mi amiga. ¿Cómo vamos a hacer esto de forma sensible y responsable?

—Modificando el final.

Es un agarrón duro, rudo el que impide que Chiara se arroje sobre su superior jerárquica para arrancarle, una a una, las pestañas. Frunce el ceño, contrariada.

—Modificar el final —agrega, amarga. —Shakespeare no escribió la mejor historia de amor jamás contada para que usted mutilara el final. Es tan desconsiderado.

—¿Cómo quiere que lo modifiquemos?

Recibe una mirada dura e interrogante, inquisitorial por parte de su igual, pero la ignora.

—¿Un brebaje que los deja inconscientes durante un lapso de tiempo?

—¡La Muerte es un brebaje que te deja inconsciente durante un lapso de tiempo!

Chiara lanza los brazos por encima de su cabeza, tan sarcástica como peligrosa en su evidente enfado. Los ojos oscuros, graves de su Jefa la analizan mientras ella reproduce una burla cruel, aderezada de escepticismo e irrespetuosa. Muy tensa, Sofía la pellizca, por debajo de la mesa.

—¡Lo haremos, lo haremos!

La niebla es espesa, densa e impoluta, blanca como la espuma del mar. Sofía atraviesa la noche, las capas de humedad con temor, helada hasta los tuétanos. Con las manos en los bolsillos, comprime el llavero contra su piel deshidratadas, fría por las bajas temperaturas y, dura, aprieta las llaves. Sus zapatos machacan el pavimento, rudos y con la mandíbula prieta, repara un coche desconocido. Paralizada bajo el foco suave, titilante de una de las farolas, rodeada de vaho, de capas de aire gélido, frunce el ceño y, con estupor, adivina a quién pertenece el vehículo.

—No, no puede ser —desvía la vista hacia todas partes, pero ningún lugar en particular.

Al borde del llanto, asume que debe volver a casa. Regresar al coche, prender el motor y conducir hasta los confines de la Tierra habría sido efectivo si jamás hubiese avisado de que volvía. La barbilla le tiembla cuando la puerta de la verja chirría. Entra, cierra. Asegura el pestillo, junto a la cerradura y, sigilosa, criminal, va hacia el portal. De soslayo, comprueba que no hay correo. Sus llaves tintinean en la mano, trágicas y, cuando reúne el valor e introduce el llavín, la puerta se abre, abrupta.

Una mujer alta, gruesa enfrenta a Sofía. De ojos claros, piel hipersensible y rasgos angulosos, rudos, el cabello rizado e imposible, de color naranja se esparce, rebelde hacia todas partes. Un jersey de punto de color beige y vaqueros claros, junto a unos botines de recién estreno coronan su adaptación al clima veronés, procedente de Palermo. Entorna los ojos, astuta y, en silencio, analiza su cuerpo escuchimizado.

—Te has puesto más gorda —concluye.

—Hola a ti también, mamá —repone, herida ante el tono cruel, casi burlón empleado.

Irrumpe en el hogar sin pedir permiso, hastiada por su presencia.

—Llegas tarde. 

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