5 de marzo.

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De un tono tostado, algo torpe y repleta de callos, la mano deposita el vaso. Burbujeante, de color burdeos, el líquido suave, ligero del interior se desplaza, a la par que el vaivén del avión. Los ojos fatigados, acuosos y de color miel desvían su atención de la nada al recién llegado. Aparta las piernas para dejarle pasar y, con un suspiro hondo, el baterista se deja caer en el asiento del avión. Porque es de noche, el espacio está en penumbra. También hay silencio. Es atronador, seco y cruel, aunque se ve mitigado por el leve rumor del motor del avión. Un ruido grave, constante, de fondo que relaja a la banda e induce el sueño. Provista de su antifaz y reclinada, Victoria dormita; a su altura, Thomas la imita. Comparten la manta que, de vez en cuando, es recolocada por el resto de la banda.

—¿Brindamos? —Cuestiona Ethan, con el vaso en alto.

Pronuncia la cuestión muy poco a poco, casi sin voz. Apático, el cantante lo contempla de soslayo, aburrido de estar, ser, existir y vivir. Imita el gesto por evitar la decepción e, incluso, murmura algo nimio e incoherente. Chocan los vasos y, de inmediato, la azafata los chista.

—¿Piensas decirme qué es lo que te pasa? —Interroga Ethan, una vez se ha ido la trabajadora. —¿O tengo que contactar con Sofía por ouija?

—¿Por ouija? —Replica, desganado. —Ni que estuviera muerta.

—No te desvíes —lo advierte.

—¿Y qué es lo que quieres? —Escupe, borde.

Arruga el ceño a gran velocidad, descontento con el rumbo de la conversación. Recuesta la espalda en el asiento, casi a la fuerza. Porque está desganado, vacío, desprovisto de energía y apenas puede asumir la situación. Ethan enarca la ceja de nuevo, insistente. Apenas agrega nada más que un par de respiraciones fuertes, pero él sabe que doblega la voluntad de Damiano, poco a poco.

—Las cosas no van bien —admite. La voz se le resquebraja. Requiere de un gran acto de voluntad para no dejar brotar el sollozo latente de su pecho. Desvía la vista a la moqueta que recubre el suelo del avión, que se agita.

—¿Qué es lo que ha pasado?

Cálido, empático. Emplea un tono de persuasivo, que apenas se hace audible en la cabina.

—Ella no se fía de mí.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque lo noto —con sus enormes ojos miel, repletos de lágrimas, contempla a su amigo. —Porque habla del Arena di Verona en condicional, en vez de futuro.

Ethan arruga el ceño y, poco a poco, deja caer el cuerpo en el asiento, tenso.

—¿Para qué iba a esforzarme en hablar? —Reitera Damiano. Sorbe por la nariz, muy ruidoso. —Ella no me cree. No se cree con quién está hablando.

—Creo que la entiendo.

—Ah, muchas gracias —repone, en tono sarcástico. Golpea con suavidad el hombro. —Muchas gracias por ser mi amigo, por estar de mi parte.

—Oh, cállate —le pide en un tono más alto del necesario. —Comprendo que piense que la engañas porque le hablas con una cuenta cuyo nombre es Scammiano.

—¿Qué me sugieres? ¿Que le hable desde la principal? Estoy sepultado en un océano de notificaciones inasumibles —se defiende. —No sabes qué alivio tener diez seguidores.

—¿Trece? ¿Quién más se ha unido a nosotros?

—A vuestras cuentas falsas —lo corrige. —Veamos: Sofía, Chiara, Romeo, Ana, una tal Lola, otro cuyo arroba es I Wanna Be Your Slave y de la otra no me acuerdo. Pero que lo importante aquí es que pasan de mí, que me dejan tranquilo y puedo cotillear a mi antojo.

—Y darte favorito a ti mismo —interviene Victoria, con la voz pastosa.

Retira, poco a poco, todavía agarrotada del sueño corto y profundo, el antifaz. Bajo la luz tenue, cálida del avión, sus ojos centellean. Toma el vaso de Damiano y, sin preguntar, da un trago.

—¿Estás seguro de que Ícaro es tu ser mitológico favorito? Porque creo que Narciso te pega más —añade Ethan, juguetón.

—¿Sabes qué creo que debes hacer? —Insiste Victoria. Bosteza entretanto. —Un gran gesto de amor.

—¿Un gran gesto de amor?

—¿Es en serio que no se te ha ocurrido echarle un vistazo a su cuenta?

Abre mucho los ojos, como si la sugerencia fuese lógica siquiera. Niega con la cabeza, reiterada y, con exasperación, alza los brazos al cielo. Sus manos se chocan con el techo del avión, hecho que provoca carcajadas a su alrededor y, de nuevo, la azafata interviene para acallar.

—La verdad es que eso es justo lo que le pega —agrega Ethan, reflexivo. —Todas esas grandes películas de amor son lo que le gusta.

—¿Y qué es lo que voy a hacer? Es que estoy seco —protesta, agobiado. —Ni siquiera he sido capaz de responderle a los mensajes esta mañana. La he dejado en visto y eso me está matando, pero ¡no sé qué decir, ni hacer! Ella no se fía de mí, mi amor no es suficiente y oh, ardo por ella.

Deja escapar un suspiro dramático, casi teatral.

—Usa el concierto.

—Wow, Vic.

—¿Qué?

—¿El concierto? —Reitera el baterista, contrariado ante la mera propuesta. Arruga el ceño, sin poder evitarlo. —No lo hagas, por favor. Es celosa de su intimidad. Si haces una declaración pública, va a correr de boca en boca y van a acosarla hasta que lo sepan. Y va a ser horrible para ella.

—¿Entonces?

—Cállate, Damiano —ordena la bajista, ensimismada en la conversación. —Yo no le he dicho que se declare en el concierto, sino que use la oportunidad,  ¡hombres! Siempre vais a tergiversar lo que digan las mujeres.

Tanto el uno como el otro comparten una mirada larga, cargada de confusión. Después, un sopor espeso, incómodo se cierne y, sin apenas percatarse, uno detrás de otro, caen rendidos de sueño, con el tema inconcluso.

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