11 de junio (iii)

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Adherido a la garganta, el llanto pugna por salir. Permanece quieta, inmóvil frente a la ventana y, en la mano, la taza de té helado tiembla, desconsolada. Sobre sus ojos azules e inmensos danza el paisaje, el horizonte o los coches. Una descomposición irregular, repleta de formas u objetos degradados por el intenso calor se graba en su psique. Con el desconsuelo cosido a la piel, inclina la taza para beber. Ruidosa, traga saliva. Siente el aire dentro de sí, atrapado. Moléculas de oxígeno se agolpan en sus pulmones, las costillas o la caja torácica, en una dolorosa danza de la que le cuesta tomar consciencia. Contiene el aliento, inmóvil y, de golpe, entre toses y aspavientos, expulsa el excedente. Admite a visión un tejemaneje inconexo de ideas e imágenes, palabras degradantes o insultos que la angustian hasta la exhalación. Deposita la taza en la mesa auxiliar y se deja caer en el diván, semiinconsciente.

—Anna —su abuela la llama, por la espalda.

Golpetea su bastón de forma rítmica, contundente contra el maltrecho suelo y, muy a su pesar, apenas consigue arrancar una reacción. Un pie que se mueve, casi imperceptible. Recorre lo que le resta con dificultades y, por último, se asienta junto a su nieta. Lleva la mano callosa, violácea a su rodilla y, con sumo afecto, la aprieta, ligera. Sus ojos hundidos, acuosos la contemplan, cargados de preocupación y, con aire soñador, apoya el rostro en su hombro. Envuelve el brazo con afecto, incapaz de verbalizar sus rémoras.

—Nena, yo sé que no te sirve lo que te diga —comienza, dubitativa. —Pero no hagas caso de la gente mala.

—Cómo no voy a hacer caso, abuela —repone, con la voz estrangulada.

La pena desborda a sus ojos vulnerables e inocentes y, pronto, las lágrimas surcan su rostro, sus rasgos. Contiene el desgarrador sollozo, pero éste reverbera en sus entrañas.

—Sé que son palabras crueles —la consuela. —Pero no hay nada de verdad en ellas. Eres una niña preciosa, buena e inteligente.

—¿Tú crees? —Cuestiona, estrangulada. Asiente la mujer, enérgica y, con suavidad, deposita varios besos sobre su piel. —¿Por qué lo hacen? Yo no lo entiendo. No consigo entenderlo.

—Porque son personas malas, crueles e insensibles que piensan que el mundo les debe algo —susurra, afectuosa. —Y no es ni personal.

—¡¿Cómo no va a ser personal?!

Zapatea contra el pavimento, destrozada. Henchida en una rabia profunda e impredecible, entierra el rostro en sus manos; gime contra la piel. Está desquiciada. Apoyada en el marco envejecido, yermo de la puerta, Sofía la contempla, con los labios ensangrentados. En el bolsillo de su peto de lino, vibra el móvil y ella desobedece a su llamado, también sobrepasada. Siente el dolor, la pena de Anna honda e intensa, como propia y, en su propia furia, se culpabiliza.

—Porque no lo es —interrumpe, grave. Chocan las pupilas. —Anna, no te odian.

—Sí que lo hacen —contesta.

Suda de forma intensa y copiosa, a pesar de la ventana abierta. Por entre la cortina translúcida, casi etérea se cuela la brisa cálida del día veraniego. Cuando cruza al interior, el cuerpo de Sofía cubre esa ventilación minúscula, salvadora y, sin proponérselo, transforma la habitación: la penumbra deviene oscura y, el aspecto coqueto, cálido, más prototípico de prisión. Las manos crispadas de Anna ascienden a su cabello e intencional o no, tira de él, brusca. Apenas es consciente del daño; la ansiedad es superior a lo que es capaz de manejar.

—No intento negar que eso sea así —se explica, aturdida. —Tampoco quiero transmitir que tu sufrimiento sea injustificado o real, pero sé que los motivos de todo ese conglomerado de idiotas no se sustentan en nada. Nadie podría odiarte. Ni aunque lo intentara.

—Estoy de acuerdo.

Paciente, calmada y mimosa, la anciana extrae un pañuelo de tela bordado, con mil puntillas y precioso, dispuesta a barrer las lágrimas de su nieta. Después, la abraza. Aprieta el cuerpo tembloroso, lleno de adrenalina contra sí, sus huesos y besa la frente, perlada en sudor. Mece como antaño. Así como si la prima de Sofía jamás hubiese alcanzado edad adulta.

—Yo sé que es muy difícil luchar contra los cánones de belleza o las ideas impuestas, pero que lancen una palabra descriptiva sobre ti, tu cuerpo a modo de insulto dice más de ellos que de ti —continúa Sofía, envalentonada ante el apoyo. —Claro que estás gorda. Y yo también lo estoy. Muchas mujeres lo están, sin que eso signifique que tengan que renunciar a sus sueños o aspiraciones. Sus cuerpos no impiden que ellas hagan tal cosa, pero si lo hace el odio, la incomprensión o la intolerancia de la sociedad, que es el maldito problema de fondo. Tú eres preciosa. Eres perfecta, divina, inteligente y graciosa. Prometo que ningún ser humano que haya compartido espacio contigo tiene un sólo motivo fundado para odiarte. Nadie que esté en sus cabales podría hacerlo porque eres una de esas criaturas semietéreas, casi perfectas que rondan la faz de la Tierra, llenas de una bondad que nadie se explica. Que un par de desconocidas con la vida vacía, triste y solitaria te «insulten» porque estás gorda no es ningún ataque, en realidad.

—¿Tú crees? —Cuestiona, gangosa. En su voz, hay incredulidad revestida, una culposa angustia que se retuerce, que vibra ante el apasionado discurso de su prima. Comienza a relajar el cuerpo, poco a poco y de forma imperceptible.

—Claro que lo creo —afirma, asiente. —Y si te sirve de consuelo, he hablado con Måneskin y ellos odian lo que ha pasado. Sobre todo Victoria, que quiere tu número de teléfono para que podáis hablar. Chiara también ha visto Twitter y, al margen de los insultos de cuatro ratas solitarias, la inmensa mayoría de tweets son a tu favor. Esta acción ha hecho que el fandom rechace a esas personas. Además de que no eran bienvenidas. Son conocidas por polémicas, así que ya están sobre aviso. No siempre las creen; de hecho, ni la mitad de veces lo hacen. Anda, cariño, lávate la cara y vamos a comer. Tú eres mucho más que un adjetivo descriptivo.

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