Agudo, punzante e intolerable, el dolor que atraviesa a Sofía imposibilita que esté de pie o sentada. Tumbada, de lado y con las rodillas altas, en la barbilla, aguanta. Cierra sus brazos alrededor de las pantorrillas y con una mueca triste, rota, aguanta los huesos, la carne. Tiene la mandíbula prieta. Blanquean los nudillos de retener, contener, apretar y, en su garganta, la voz bulle, sin atreverse a emerger. Otra puñalada atraviesa su útero sanguinolento e inflamado y, contra el cojín, lloriquea. Inmóvil, semiinconsciente, enjuga una lágrima. Rueda, libre. Enmarca su rostro en una pena desgarradora, la desesperación de no hallar, ni tener alivio, luego de horas, días de dolor sin cesar. Su período menstrual la deja sin aire, sin fuerza para ser o existir. Fagocita en el sofá, inerte. Con la cabeza sobre el cojin, cubierta por una manta vieja, agujereada, suda. Enormes gotas brotan de su frente, su pecho, sus axilas y, de nuevo, gimotea. Una nueva punzada la atraviesa. Siente que es dura, ardiente, como una barra de hierro al rojo vivo que atraviesa su bajo vientre. Débiles, las piernas tiemblan. Un tembleque incesante, exagerado y fehaciente de su dolor, su sufrimiento físico. En medio de la desesperación, irrumpe la anciana, su abuela. Arrastra el andador y, a pasos lentos, dubitativos, se acerca a ella. Chirría la mecedora al tomar asiento.
—Niña mía —suspira.
La mano púrpura, cargada de venas acaricia la frente, el rostro y, con los dedos gruesos, atrofiados por su artrosis, borran el sudor o las lágrimas. Mueca de tristeza, de pena corona su rostro arrugado. De nuevo, en la mesita del café, suena el teléfono. Captura el auricular al tercer tono y, a susurros, casi sin voz, saluda al desconocido. Sin mediar palabra, tiende el aparato a su nieta, quien lo atrapa a duras penas entre el cojín, su hombro y la oreja. Responde con un gemido de dolor, sin poder verbalizar una sola sílaba u oración coherente.
—Dios, estás peor.
—Infinito.
—¿Probaste mi remedio casero? —Insiste Chiara, al otro lado del teléfono.
Sonidos prototípicos de Casa di Giulia se cuelan a través del auricular, como el sistema de calefacción o los murmullos lejanos e indistintos, sombríos. Sofía sonríe de medio lado, agotada. Anhela la presencia cálida, dichosa de su amiga quien, sin embargo, está lejos, sepultada en cantidades ingentes de trabajo.
—Sí —admite. —Y noté alivio. Pude dormir anoche después de eso.
—Nena —suspira, preocupada. Un beso se cuela por la línea telefónica. —Romeo, apártate.
—Así que ha habido beso —averigua, pícara.
Sonríe con debilidad, casi traslúcida. En la lejanía, suena el timbre y, con fatiga, provista con su andador, la anciana acompañante se levanta. Inicia una travesía lenta, soporífera que Sofía no busca corregir. Porque si tan solo pudiera removerse.
—Sí —corrobora Romeo. —Anoche cuando te dejamos.
—Oh, por Dios —escupe Chiara, medio avergonzada, medio divertida al teléfono. —No difundas datos de nuestra vida sexual, ¡no es de dominio público!
—¿Un beso es sexo para ti? —Bromea, de buen humor. —He empezado esta relación de la mejor forma posible.
Golpea el pecho de su pareja, hastiada. Por el lateral, de soslayo, Sofía atisba la llegada de la amiga de su abuela, provista de seriedad y un maletín de médica. Aparta el auricular un par de milímetros, alarmada.
—Es Severine.
—Hola, Sofía, ¿cómo estás? —Pregunta la mujer, cálida y maternal, afectuosa. Deposita su maletín en el suelo y, con cuidado, se sienta junto a ella. La contempla, en silencio.
—Regular.
—No ha ido a trabajar —confiesa la anciana, que ha regresado al Salón. Tiene el ceño fruncido, muy preocupada. —¿Tendrás algo que la ayude?
—Por supuesto, pero primero vamos a hablar, ¿te parece?
—Luego te llamo —musita al teléfono y, sin aguardar a la respuesta, cuelga.
🌼
Está temblorosa y helada, aunque estirada en la cama, boca arriba. Varias capas de sábanas, mantas e, inclusive, un edredón la cubren, además del pijama de franela, bastante socorrido. Por la ventana, un chorro de luz cálida, artificial se cuela a la habitación e, impertérrita, baña el suelo o los pies de la cama. Está el cielo limpio, estrellado y, con un suspiro, Sofía cambia de postura. Recién duchada, aliviada aguarda, a la espera de que Chiara conteste a su llamada. Tantas horas han transcurrido de silencio, desde que hablaran por la mañana, que anhela escuchar su voz, incluso si viene cargada de queja. Responde al quinto tono, hastiada. Su voz está cargada de fatiga, de cansancio y, como si estuviera frente a ella, Sofía siente la mirada de alivio de su amiga.
—¿Mejor?
—Severine me ha puesto calmantes —anuncia. —En cantidad industrial.
—Oh, cariño —la oye suspirar, llena de consternación. —¿Sientes dolor?
—No, pero mañana tampoco podré ir a trabajar —suspira, al aparatejo. —Si vieras a mi abuela discutir por teléfono con la Jefa no te lo crees.
—Ugh, qué imbécil —protesta, amarga. —Sea lo que hayan dicho, que sepas que tu yaya tiene razón. Esa mujer es insoportable. Te haría trabajar incluso aunque te operaran del corazón, qué barbaridad.
—O sea que habéis discutido.
—Diferencias creativas —musita. Suena agotada. —Estoy a medio like de dejar mi trabajo.
Por la línea telefónica, se cuela el rumor de un motor de coche, por lo que Sofía sabe que va de vuelta a casa. De soslayo, comprueba el reloj. Ambas caen en el silencio cómodo, dócil. Un suspiro largo, contenido avisa a la chica de que está más aliviada, en calma.
—¿Se lo has contado? —Interrumpe el bienestar, la calma. Tiene insistencia en la voz.
—No.
—Tienes que hacerlo.
—No voy a decirle nada, ¿vale? —Repone, desganada. —Está a más de mil kilómetros de distancia, ¿qué narices puede hacer él? Además que he mejorado. Tengo drogas a mi disposición.
—Es tu novio, Sofía.
—No somos novios —eleva la voz un par de tonos. Quizás, más de lo que es preciso. —Déjalo.
—Deberíais.
—Muy bien.
—Él quiere que lo seas —insiste. La receptora pone los ojos en blanco. —La única razón por la que no tenéis una relación eres tú, que no sé a qué coño esperas.
—Que tengas una buena noche.
Y cuelga, brusca.