17 de diciembre

99 3 1
                                    

Echa un vistazo apenado, desolador al interior yermo, gris del buzón. Motas de polvo se acumulan a la superficie rugosa, entrecortada y, en el fondo, la nada lo recibe, ni un mísero trozo de plástico. Acongojado, cierra el receptáculo. Su ruido metálico, seco repiquetea contra el aire, la calle y, por un momento, el bullicio de la Ciudad de Roma queda en suspenso. Traga saliva, apenado y, en vez de regresar a casa, gira el cuerpo. Sus ojos vacíos, roídos en la pena, la desazón acarician el entorno brumoso, borroso a causa de las lágrimas por rodar. De su pecho, emana un sollozo ronco, desgarrador que lo pone a temblar. Un tembleque incesante e imposible, impropio de su habitual calma. Ciego de dolor, convulsiona sobre sus costillas, su estómago y, en el interior de su esternón, un aleteo doloroso lo obliga a buscar un apoyo. Por la espalda, el baterista emerge. Ofrece los brazos, el pecho rudo como recoveco suave, mullido en el que deshacerse.

—Seguro que hay una explicación —insiste Ethan.

Acaricia en círculos de diferente tamaño, grosor o presión su espalda inflexible, repleta de nudos, de puntos sensibles y Damiano niega, vehemente. En su psique, sólo hay lugar para la oscuridad, su renuncia. Claudica en ese instante, esa hora.

—¿Cómo puedes decir que no?

—Porque ella me odia, sé que me odia.

Un par de pasos arrastrados, desprovistos de energía llegan a la altura de ambos. Taza en mano, despeinado y, todavía, medio dormido, semiinconsciente, Thomas hace acto de presencia. Contempla a su amigo a través de un ojo legañoso, enrojecido y, antes de hablar, se interrumpe a sí con un bostezo ruidoso e intenso. Recibe un puñetazo suave por parte de Ethan, a modo de protesta. Sin mediar palabra, confuso ante el gesto, el guitarrista se une al abrazo. Aprovecha la ocasión para cerrar los ojos, agotado. Su rígido e inquebrantable horario de sueño ha quedado resquebrajado por el llanto insoportable de Damiano y, como dicta el ánimo general, las protestas quedan inadmitidas.

—¿Adónde has mandado la carta?

—A la dirección que me dio Chiara —repone, entre sollozos. Como un niño pequeño.

—Dios —protesta Thomas. Alza la cabeza, abre un ojo y, con el interrogante descrito en su iris azul, cuestiona a Ethan. —¿Quién es esa?

—La amiga —musita el baterista. —¿Por qué no nos dejas ver la dirección?

Obedece de inmediato y rompe el contacto físico asfixiante, tórrido que había mantenido. Del bolsillo, extrae el teléfono, rebusca y, pronto, muestra una fotografía a todo color, de buena resolución. Ethan le arranca el dispositivo de entre las manos y, suspicaz, pensativo, amplía la imagen. Deshace su ceño fruncido, grave en cuanto comprende y, de buena gana, cede el aparatejo a su otro amigo. Todavía con lágrimas en los ojos, Damiano reparte la vista entre uno y el otro, sin saber bien qué hacer o cómo reaccionar ante la invasión de privacidad.

—Claro que tiene sentido —suspira Thomas. Devuelve el móvil. —Mira la dirección. Léela en voz alta, anda.

—Casa di Giulia —errático y cauteloso, enuncia.

—Casa di Giulia —repite Raggi, detrás de él. —¿Lo entiendes?

No, no lo entiende.
Está quieto, helado, hierático. Ni un sólo músculo desplaza, ni tan sólo la caja torácica para inhalar. Reparte su atención entre sus acompañantes, sin ver todavía a dónde quieren llegar. Vocaliza varias veces, de forma inútil y, de la nada, recibe un tortazo suave e indoloro, por parte de Torchio.

—¡Casa di Giulia! —obvia. Tanto, que Damiano se siente tonto.

—Que es normal que esté tardando tanto —interviene Thomas, piadoso. —Porque no la has mandado a su casa, sino a su lugar de trabajo, ¿tú sabes que miles, millones de personas escriben cartas a Julieta todos los años y que hay personas designadas, contratadas sólo para responderlas?

—Yo la mandé por eso —se explica.

Con un dedo, se rasca la sien, sin comprender por qué hay un fallo crucial, evidente en su lógica.

—Damiano, ¿te crees que tu carta es la única de todo el mundo que han recibido?

—Oh.

—Sí, oh.

—No creo que te tengas que burlar —replica.

Siente la humillación honda, apegada al alma, ¿cómo ha podido ser tan obtuso?

—Por favor, que no me burlo —se defiende, en tono grave y acusatorio. —Pero que te pido que seas paciente. Sofía no es la única que responde a cartas y, quizás, es posible, hay una ínfima posibilidad de que ella no sea quien la reciba.

—Oh —suena decepcionado.

De nuevo, los ojos se le llenan de lágrimas, incapaz de soportar la alta probabilidad de que su carta, sus palabras de amor y un pedacito de sí queden perdidos, enterrados bajo mil corazones rotos, anhelantes, que han renunciado al amor. La barbilla le tiembla y, antes de que ruede una lágrima, su guitarrista la borra.

—¿Cuál es el Twitter de Sofía? —Interroga Ethan.

Saca la cajetilla de tabaco, ansioso. Coloca uno de ellos entre los labios y, con un mechero, se da fuego, lo prende. Inhala una calada intensa, profunda que aprisiona sus pulmones y, con suavidad, muy poco a poco, la exhala.

—Es @lontanadameee —replica, ausente. —Con tres «e» al final.

—¿Pelirroja? —Interroga Thomas, teléfono en mano.

Tiene la foto de perfil ampliada y, de soslayo, roto de dolor, Damiano asiente.

—La tengo —anuncia Torchio, triunfal.

Como si haber entrado en Twitter a buscar un perfil concreto hubiera supuesto una proeza imposible. Emplea los labios para sujetar el cigarrillo y, con un dedo, desliza por sus tweets. Apenas hay nada escrito después del hilo que escribió. Consume todo el cigarro mientras lo lee, en un silencio estricto.

—Hostia, qué intensa es —masculla Raggi, sin un ánimo específico de ser crítico. —Es tu versión en mujer, es increíble.

—La verdad es que es preciosa —admite Ethan. —No nos mentías. Esta chica está hecha para ti.

—Yo no soy el amor de su vida.

—¿Estás seguro de que has leído el hilo entero?

la red socialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora