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Gabriel

Miré el reloj en la pared, marcaba las tres de la mañana, como por instinto, solté un bostezo cansado. ¿Quién me había mandado a estudiar teología? Desde chico me costaba estudiar la Biblia, la mayoría de veces no entendía qué querían decir los pasajes, el resto del tiempo ni siquiera hacía el esfuerzo. Miré los libros y cuadernos desordenados sobre la mesa. Apenas se podía ver el mantel de plástico, al menos así no se veían los parches, los raspones y agujeros de los años de uso. Hice un esfuerzo para volver a concentrarme en los apuntes, pero después de leer la primera oración, me distraje con algo que había en la esquina de la mesa a mi izquierda, era una estampita con la imagen de Santo Tomás con las vestimenta de fraile. Durante el primer año de la carrera había tenido que estudiar sobre él. La agarré y la miré unos instantes, tenía unas marcas, seguramente se había doblado en algún momento, una de las esquinas estaba rota. La di vuelta, del otro lado había una larga oración:

—"¡Oh! Quien acertara, Santo mío, a ser en virtud y letras verdadero discípulo, aprendiendo en el libro de vuestras virtudes..."

Recité en voz baja recordando que en las épocas de exámenes nos hacían rezarle. Todavía me acordaba de esas semanas al final del bimestre en primario y el trimestre en el secundario, todos sentados en parejas mixtas, un banco detrás del otro en fila, rezando al unísono una oración de forma automática.

Dejé la estampita donde estaba topándome con una taza de café que había olvidado en algún momento, ni siquiera me acordaba de cuando la había preparado. Tomé un sorbo, estaba asquerosamente helado. Me levanté para tirar lo que quedaba en la bacha y buscar algo con azúcar para reemplazarlo. Unas galletitas que asomaban en la alacena parecía suficiente para mantenerme despierto toda la noche, o al menos eso esperaba. Busqué un hueco en la mesa en el que no me estorbara.

La concentración en mis apuntes no duró mucho, el tic-tac del reloj me recordaba lo tarde que era y lo mucho que me gustaría estar durmiendo en lugar de estar leyendo libro tras libro de teología fundamental. Tamborileé los dedos sobre la mesa. Pensé en Santiago, seguramente no me costaría tanto estudiar a la madrugada si él estuviera. Hacía dos años se había ido al sacerdocio como muchos hombres del barrio, que se inclinaban por el seminario o estudiaban cosas relacionadas al catolicismo. Me acordé del último año del secundario, Santiago había decidido entrar al sacerdocio desde el primer día de clases, admiraba su convicción sobre su futuro. Pensé, por un tiempo, seguirle el paso, ir con él como siempre. Nunca nos habíamos separado, ¿por qué íbamos hacerlo ahora? Al final, la indecisión llevó a que él se fuera sin mí. Terminé decidiendo anotarme en la licenciatura en teología, después de todo había pasado toda la vida yendo a la iglesia con mis padres y siguiendo las enseñanzas de la Biblia, ¿qué tan difícil podía ser? Era evidente que me había olvidado de lo mal que se me daba estudiarla.

Los ojos se me llenaron de lágrimas por un nuevo bostezo. Por alguna razón que desconocía y que no me importaba, había apartado por completo los pensamientos que me distraían. Volví a escuchar el tic-tac del reloj. Bajé la vista a las hojas del cuaderno forzándome a estudiar. De vez en cuando, las letras bailaban en el papel o se ponían borrosas como cuando la tinta se mojaba. Seguramente no iba a rendir bien con el cansancio que tenía. Me distraje una vez más con el reloj, había pasado una hora ya y no había hecho más que divagar. Pasé las hojas hasta llegar a los apuntes que había hecho mientras el Padre Basilio me explicaba. Esperaba que, con algo de suerte, funcionaran como un salvavidas cuando no me acordase de nada de lo que había estudiado estos días. Si se me hubiera ocurrido preguntarle antes, estaba seguro que no estaría estudiando ahora.

Me di cuenta que ya era de día cuando escuché el despertador de mi mamá desde el cuarto. Levanté la cabeza y me giré a la ventana que estaba encima de la bacha, afuera empezaba a clarear. La escuché entrar al baño y salir unos minutos después. Me saludó dándome unas palmadas en la espalda antes de preparar el desayuno que no consistía más que en tres cafés y unas cuantas tostadas que podíamos untar con dulce de leche, manteca o mermelada. Decidí juntar los libros y el cuaderno para llevarlos a mi habitación. ¿Todavía me quedaba tiempo para repasar? Pensé contando el tiempo que tenía para desayunar, prepararme y salir. ¿En el colectivo podía? Siempre tardaba más esperándolo que en llegar al instituto, estaba descartado. Guardé el cuaderno en la mochila y dejé los libros sobre la cama, al lado de mi gato que apenas me miró para maullarme.

—Después los ordeno.

Le dije como si me hubiera reprochado que los dejase ahí. Volví a la cocina, el desayuno ya estaba en la mesa, me senté y tomé un sorbo del café, sentí felicidad al sentirlo caliente, no como el que había dejado horas atrás. Pronto, los tres estuvimos sentados en la mesa desayunando. Mi papá, como era costumbre, me encomendó a Dios, recordándome que él me iba a iluminar hoy, que confiase en él. Asentí en silencio. Esas palabras ya no surtían efecto en mí como cuando era chico. Sentía que el hechizo se había roto después de pasarme la noche leyendo sobre la Biblia.

Salí de mi casa cerca de las siete con la mochila colgada al hombro, pero había decidido a último momento no presentarme. Había pasado la noche en vela para nada. No me importaba. Caminé en dirección a la parada del colectivo en una pobre actuación. Mentir era un pecado venial, no iría al infierno por hacerles creer que iba al instituto y se podía arreglar confesándome. Preferí, en su lugar, ir hasta la parroquia, así que me desvié una cuadra después y di una vuelta para llegar. Por fortuna, mi mamá trabajaba en el centro de salud que estaba en la otra punta del barrio. Mi papá trabajaba en un taller mecánico en Del Viso, tenía que ir por el mismo camino que yo para tomar el mismo colectivo. Agradecí el horario irregular que tenía la línea, podían pasar dos coches seguidos o con dos horas de diferencia uno del otro.

Me persigné al entrar por la puerta de la parroquia y caminé intentando hacer el menor ruido posible hasta uno de los bancos de atrás. Dejé la mochila en el asiento y me arrodillé en el reclinatorio con los dedos entrelazados para rezar. Cerré los ojos con la intención de expiar culpas, pero me distraje cuando escuché unas voces, una era del Padre Basilio, la podía reconocer en cualquier lado sin mayor esfuerzo. La otra me obligó a abrir los ojos para saber de quién se trataba. Era un hombre alto, de cabello castaño prolijamente peinado hacia atrás, el cuello clerical delataba su condición de cura. No lo había visto antes, ¿era de San Cayetano? Sabía que venían a ver al Padre a veces desde la iglesia de Del Viso, pero a ellos también los conocía, solíamos ir en las fechas importantes. No quedaba otra explicación, ese hombre era nuevo en el barrio. Cuando se acercaron un poco más, pude verlo mejor, lo había visto, pero ¿en dónde? De repente, la imagen del día anterior en la reunión de los misioneros apareció en mi cabeza. Había estado sentado en un costado. Apenas había reparado en él, me preocupaba más anotar lo que decía Basilio que prestarle atención al nuevo cura. Si no hubiera estado concentrado en lo que intentaba usar como salvavidas en el parcial, estaba seguro que hubiera luchado por no quedarme mirándolo. Era un hombre atractivo, no tanto como Santiago, pero tranquilamente podía quedarme mirándolo un largo rato. Intenté apartar esos pensamientos, no podía pensar así en la iglesia y mucho menos por un Padre. Esto era un pecado más grande, faltar al diseño original impuesto por Dios no era como mentir a mis padres para faltar a un examen. Estaba seguro que me castigarían peor si les decía que era gay que si les dijera que había faltado a un examen al que iban a tener que pagar de nuevo. Parecía que se habían dado cuenta de mi presencia, hablaban en susurros que apenas se podían distinguir como voces. Después, el Padre Basilio salió por la puerta principal, mientras el otro hombre se acomodaba en el primer asiento. No pensé demasiado, agarré mi mochila, me levanté y me acerqué a él con la intención de hablarle, no tenía idea de lo que le iba a decir, pero mi cuerpo se movía por sí solo.

—Buen día —dije tímidamente sentándome a su lado.

—Buen día, Gabriel, ¿no?

—¿Me conoce?

—Te vi ayer en la reunión de los misioneros. Me llamaste la atención, eras el único que anotaba cosas.

—Estudio teología, me ayuda venir a escuchar las charlas y preguntarle algunas cosas al Padre Basilio —asintió en silencio—. ¿Viene de San Cayetano? No lo había visto en el barrio.

—Llegué antes de ayer. Terminé hace poco el sacerdocio y me mandaron a terminar de formarme.

Iba a hablar, pero los pasos de Basilio resonando en la parroquia me distrajeron. Se acercó a nosotros sonriendo con amabilidad como de costumbre, me saludó y me presentó al Padre Manuel antes de pedirle que lo acompañara. Manuel se despidió de mí con la mano y siguió al otro Padre por la puerta lateral. Me quedé sentado ahí sin moverme. Pensé que podía ser el reemplazo perfecto de Santiago, pero reprimí esa idea lo más rápido que pude, iba en contra de los preceptos de la Biblia y de todos los valores que me habían enseñado mis padres desde que era chico.

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Muy buenas~ acá vuelvo con un nuevo capítulo. Espero que les esté gustando, si es así por favor voten, comenten y compartan, todo apoyo se les agradece muchísimo.  

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora