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Gabriel

No podía creer lo que había hecho Manuel, me había defendido adelante de todos en la parroquia. No sabía cómo sentirme, no sabía si me aterraba o estaba contento. Lo último que quería era meter en más quilombos a Manuel, aunque parecía que esa era mi especialidad ahora: meter a todos en quilombos que no son suyos. Solté un suspiro. Quería relajarme un poco y no pensar demasiado. Me metí en el baño y abrí la ducha. Dejé que el agua corriera para que se calentara, mientras, me desvestí dejando mi ropa en el canasto. Me metí abajo de la ducha y dejé que el agua caliente diluyera todo. Bueno, esa era mi intención hasta que apareció el Padre en mi cabeza. El golpe, los besos, sus palabras, la compensación. Se me había olvidado por completo que iba a compensarme. Probablemente no fueran más que besos, no iba a obtener mucho más que eso. Al menos no en la casa de Dios. Me obligué a no pensar de más en lo que quería o lo que iba a obtener, no quería que mi cabeza comenzara a trabajar. Abrí la canilla de agua fría y me quedé unos instantes ahí hasta que cualquier idea fuera de lugar desapareciera. Después, cerré la canilla, salí, me sequé rápidamente y me peiné el pelo con los dedos frente al espejo. Escuché unos golpes en la puerta del cuarto.

—¡Ya voy!

Grité atándome la toalla en la cintura. Recé porque no fuera una de las novicias. Salí cuando los golpes volvieron a resonar.

—¿Qué?

Dije mientras abría mi mochila en busca de ropa limpia. La puerta se abrió haciéndome pegar un salto. Me giré rápidamente asustado, era Manuel. Pensaba que era malo que alguna de las chicas o de las Hermanas me encontrara desnudo, pero esto era todavía peor. Sentí la cara arderme. Me sostuve la toalla con miedo a que se callera.

—Tranquilo, no tenés que ponerte tan nervioso. Somos hombres —sonrió cerrando la puerta atrás suyo.

—E-estás más nervioso cuando nos besamos que ahora.

—Cuando tenía que viajar por el seminario, usaba las duchas compartidas con los demás hombres que iban. Espero a que te cambies.

—G-gracias.

Agarré mi mochila y me metí en el baño de nuevo, me vestí con mi pijama lo más rápido que pude y volví. Él había apagado las luces, solamente dejó encendido el velador. Dejé la mochila dónde estaba, en una esquina al lado del placar, me acerqué a él y me senté al lado suyo.

—¿Necesitabas algo?

—Creí que ibas a querer que te compensara por lo de la reunión.

Lo miré recibiendo una sonrisita por su parte.

—Yo creo que debería darte un premio por todo lo que hiciste por mí —pasé mi mano por su mejilla suavemente—. Me defendiste mucho estos días.

Su cara estaba un poco hinchada y parecía que cada vez iba a ser peor, pero a él no parecía importarle demasiado, tampoco parecía dolerle; esperaba que no lo hiciera, me había pasado el día pasándole los dedos por el golpe en caricias que intentaban aligerar el dolor.

—Mi premio es verte bien. No quiero verte como la noche que llegaste.

Solamente sonreí. No supe qué decir, sus palabras parecían salidas de una novela, me dejaban mudo deseando que esto no terminara nunca, que fuera así hasta por siempre. No me importaba si se quedaba conmigo al final. De repente, arrastrándome de nuevo a la realidad, se acercó a mí y me besó. Parecía otro Manuel, uno completamente distinto. No me disgustaba, pero me sorprendía. ¿Podría ser una despedida? Esperaba que no, que esto también fuera eterno. Que se me grabaran a fuego sus besos en la piel. Apenas me di cuenta que había puesto mi mano en su pierna cuando él puso la suya encima.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora