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Gabriel

—¿Hola?

Dije metiéndome en mi cuarto y cerrando la puerta atrás mío.

—¿Gabi, sos vos? Espero no haberme equivocado de número.

—¿Quién habla?

—Santiago. ¿Ya te olvidaste de mí?

Me quedé en blanco por unos segundos. ¿De verdad estaba escuchando su voz o era una alucinación? Ya había olvidado de cómo sonaba. Ni siquiera había podido reconocerlo.

—Gabi. Gabi. ¿Estás ahí?

—Sí, perdón. Pensé que no podías tener el celular.

—Bueno... en realidad sí, pero quería centrarme en mis estudios. ¿Cómo estás?

—Bien, bien... ¿Por qué no querías hablar conmigo?

—No quería arrepentirme de entrar al seminario.

—No te ibas a arrepentir por mí, Santi.

—Sí, lo hubiera hecho —hizo una pausa—. Che, hablé con mi mamá hace unos días, me dijo que hay rumores de vos.

—¿Te dijo que soy gay?

Me arrepentí automáticamente de haber dicho eso con la naturalidad con la que se lo diría a Manu o a Facu. Un silencio se formó entre nosotros, casi parecía que la llamada se había cortado.

—¿Seguís ahí?

—Sí... —contesté casi sin aire.

—No sabés las pestes que dijo mi mamá de vos.

—Ajá... ¿qué pensás?

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Me estás jodiendo? ¿Sabés por todo lo que estoy pasando desde que se enteró todo el barrio? Me daba asco ser yo y, sabiendo que tuvimos la misma educación, estaba seguro que a vos también te iba a dar asco.

—Somos mejores amigos, Gabi, no me ibas a dar asco.

—¿Y si te hubiera dicho que me gustabas? Porque me gustabas, ¿sabés? Estuve enamorado de vos desde los diez años.

Volvimos a quedarnos en completo silencio. Esperaba que me insultara, que me dijera lo asqueroso que era, que ni se me ocurriera volver a, si quiera, pensar en él, pero nada de eso pasó, simplemente cortó la llamada sin despedirse. Era lo que había pensado que pasaría, Santiago era a otra de las personas que había perdido. Tiré mi celular en el escritorio, me desplomé en la cama y agarré a Noé como si fuera mi osito de peluche para abrazar, a él no parecía importarle en absoluto, ronroneaba en respuestas a mis caricias en su suave pelaje. Unos golpes sonaron en la puerta, pero no contesté, por alguna razón, sabía que se trataba de Facundo. Efectivamente, cuando la puerta se abrió, su cara se asomó. Atrás de él, escuché a la gente que empezaba a juntarse en la parroquia. Cerró la puerta y se acercó a mí.

—Manuel me dijo que pusiste mala cara cuando te llamaron. ¿Todo bien?

—Sí, supongo. No sé como sentirme.

—¿Quién era?

—Santiago.

—¿De verdad? Pensé que no lo dejaban tener el celular.

Solté un suspiro, le pedí que se acostara conmigo y, una vez cómodos, le conté sobre la llamada, lo que me había dicho, lo que había hecho solamente para evitarme. Facu no hizo más que abrazarme mientras me escuchaba.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora