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Gabriel

Miré a Facu después de contarle lo que había pasado la noche anterior, él me sonreía burlón como siempre. Me acomodé en la cama esperando que soltara alguno de sus comentarios de siempre, pero, para mi sorpresa, no hizo más que abrazarme con fuerza, dejando mi cabeza en su pecho, como si se hubiera convertido en un hermano mayor de repente.

—¿Cómo te sentís ahora? —preguntó después de un rato.

—Como si caminara sobre nubes. Me siento un estúpido, pero estoy feliz.

—Me alegra escuchar eso, Gabo. ¿Y cómo es el Padre en la cama? ¿Estaba orientado?

—Lo suficiente para hacerme olvidarme hasta de mi propia existencia.

—Mirá vos el cura, parece que estaba bastante orientado en lo que quería hacerte.

Lo miré, él sonrió de nuevo, parecía más contento que yo.

—Parecés alegre —dije acomodándome de nuevo.

—¿Te parece que no tengo razones? Después de todo lo que pasaste, me alegra demasiado verte así, contento y enamorado.

—Sonaste como en una novela —solté una risita—. Sos muy cursi cuando querés.

—¡Andate a cagar, Gabo!

Nos reímos como si fuéramos un par de tarados, probablemente lo éramos. Nos quedamos acostados en silencio. Ya no nos abrazábamos, pero estábamos pegado el uno al otro. Me acomodé boca arriba y clavé la mirada en el techo sin dejar de sonreír como un estúpido. Eran pocos los momentos en los que podía estar tranquilo como ahora, contento conmigo mismo y mis acciones, quería disfrutarlo todo lo que podía antes que la culpa volviera a molestarme. De repente, escuché ruidos afuera del cuarto, pegué un salto sabiendo que era la mamá de Facu. Él intentó calmarme, pero no sirvió de nada, menos cuando la mujer entró al cuarto y me vio acostado con su hijo. Los gritos no se hicieron esperar. Facu se levantó y se la llevó afuera de la habitación dejándome solo. Me senté en la cama sintiéndome culpable de volver a provocar una pelea en esta casa. Sabía que él no me culparía de esto; hasta sabía que lo diría, pero la sensación de estar arruinando algo era demasiado fuerte. Facu volvió a entrar al cuarto, me miró con el ceño fruncido unos segundos antes de relajar sus facciones. Se sentó al lado mío y me rodeó por los hombros como si supiera lo que pasaba en mi cabeza. Nos quedamos un rato ahí, sentados en silencio hasta que no pude aguantar los gritos de Sofía y decidí volver a la parroquia. Cuando salí de su casa, recé por dentro para no encontrarme con el trío de tarados que se la pasaban siendo una molestia. Caminé unas cuadras pensando que iba a tener suerte, pero, no muy lejos, quien me abordó fue Isabel.

—Hola, maricón.

—Y yo que pensaba que me había librado de los pesados —dije sin dejar de caminar, pero ella me agarró del brazo haciendo que la mirara—. ¿Qué querés?

—No tenés derecho a hablarme así, soy una dama y me tenés que tratar como tal.

—Te trato como te merecés, Isabel. ¿Qué querés?

—¿Cómo le lavaste la cabeza al Padre? Te defiende como si fuera tu príncipe azul.

—No necesito lavarle la cabeza ni a él, ni a nadie. No soy como vos.

—¿Cómo yo? ¿Y cómo soy yo?

—Una mierda. Te metiste con mi papá, un hombre que te lleva fácilmente veinte años. Dañaste mi familia y te encargaste de hacer mierda mi vida cuando yo no te hice absolutamente nada.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora