5

63 4 2
                                    

Manuel

Vi a Gabriel entrar a la iglesia y acomodarse al lado de un hombre en la segunda fila de asientos. Se acomodó en una punta, así que aproveché para sentarme en los asientos de los laterales. Le sonreí cuando me miró, después desvié la mirada al hombre que lo acompañaba para saludarlo también.

—Padre Manuel, él es mi papá.

—Encantado, señor —dije extendiendo la mano hacia él.

—Igualmente. Soy Adrián —estrechó mi mano—. ¿Usted va a reemplazar al Padre Basilio? Escuché algo en el taller.

—Sí, en poco el Padre se jubila y yo me voy a quedar delante de la parroquia.

—Es bueno ver a gente joven que se interesa tanto en la religión —comentó—. Gabi está estudiando teología. Nos hubiera gustado que fuera al sacerdocio, pero él decidió una licenciatura.

La cara de Gabriel se volvió roja de repente haciendo que se me saliera una sonrisa. Él desvió la mirada al suelo, evidentemente estaba avergonzado por lo que había dicho su papá.

—La licenciatura en teología también es una buena carrera. Incluso podría trabajar acá, en la parroquia.

—Bueno, si Dios quiere, Gabi va a serle de ayuda en lo que necesite cuando termine sus estudios.

—Estoy seguro que sí. Incluso podría ayudar con los chicos misioneros. Te sabés toda la charla, ¿verdad? —Gabriel asintió—. Entonces, podés trabajar ahí mientras.

Le sonreí, aunque no me mirara, él no hizo más que volver a asentir. Le di unas palmaditas en el hombro y me acomodé. Paseé la vista, ahora, por la parroquia que se llenaba poco a poco. Algunos vecinos me saludaban, acomodándose a mi alrededor. Me di cuenta que me costaba un poco recordar los nombres. Estaba seguro que cuando llevara unos años acá, podría recordar a todos sin ningún problema, tal como hacía Basilio.

No pasó mucho hasta que el Padre salió al altar seguido por los monaguillos. Los dos chicos se sentaron a un costado, mientras Basilio daba la bienvenida a los presentes, abrió la Biblia e inició la misa. Sentí una mirada fija en mí, me giré encontrándome los ojos de Gabriel. Me miraba sin ninguna expresión en particular, más bien, parecía intentar descifrar algo en mí. Tenía las mejillas ligeramente rojas, no sabía si tenía calor o se debía a vergüenza por algo. Desvió la mirada unos segundos después, centrándose de nuevo en Basilio y sus palabras. ¿Necesitaba preguntar algo? Podría estar pasando un mal momento y necesitara hablar. Me giré de nuevo al Padre Basilio. Por un segundo se me había olvidado que tenía que prestar atención a la misa, en no mucho iba a estar en ese mismo lugar.

Cuando la misa terminó, me levanté para dirigirme a la puerta principal y saludar a los que asistieron. Apenas noté a Gabriel salir, parecía que se escondía de mí a veces. El poco tiempo que llevaba acá, él apenas me había hablado. Si no fuera porque nos cruzamos esta mañana, probablemente tampoco nos hubiéramos hablado demasiado. La mayoría de los jóvenes se acercaban a mí a hacerme preguntas, sobre todo para saber si Basilio estaba disponible. Pero él parecía huir de mí, casi como si me tuviera miedo. Cuando todos salieron, me volví a ver a los monaguillos guardar los elementos como siempre. Los chicos se fueron unos minutos después corriendo como siempre. Caminé hasta la reja principal y la cerré antes de mirar a la calle casi desierta. Pocas personas pasaban por la vereda volviendo de sus trabajos.

—Es muy tranquilo, ¿no?

Pegué un saltito cuando escuché la voz de Basilio, me giré para mirarlo, él me sonrió.

—Sí, se parece al barrio donde crecí —sonreí con un poco de tristeza—. Deberíamos entrar, hace frío y las Hermanas van a servir la cena.

Asintió y entró, lo seguí pensando en mi familia, en los recuerdos que tenía de Bahía Blanca, de mis amigos, de mi hermana cuando nos dábamos pataditas debajo de la mesa para molestarnos, pero que terminó siendo un signo de complicidad entre nosotros, sobre todo cuando nos quedábamos en casa de nuestra abuela. Caminamos hasta el comedor, nos sentamos en la mesa principal rodeados de monjas y novicias. Nieves era quien cocinaba hoy y las novicias apenas ingresadas se encargaban de servir la cena. En pocos días, las muchachas se iban al claustro antes de distribuirse por varias provincias. El plato de estofado me llegó de la mano temblorosa de una de ellas, no estaba seguro, pero creía que era Noelia, una chica bajita, delgada y de ojos como el carbón. Me di cuenta de lo malo que era para recordar los nombres, no era raro que me costara acordarme de los vecinos del barrio.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora