31

40 6 0
                                    

Manuel

Gabriel se sentó en la mesa más alejada del comedor, la que no se usaba a menos que hubiera una reunión, como me habían explicado. Lo llamé señalando el lugar que ocupaba Basilio en su momento, pero él no hizo más que negar con la cabeza. Solté un suspiro, agarré mi plato y mis cubiertos, y fui hasta la mesa para sentarme al lado suyo. Me miró sorprendido por mi acción, después miró a nuestro alrededor, pero le resté importancia haciendo una seña con la mano.

—Nos están mirando —susurró.

—No te preocupes, ya se están acostumbrando a que cambie las cosas por acá —me miró unos segundos con una sonrisita en los labios—. Entonces, ¿te quedás?

—Sí, no me queda otra. No tengo a dónde ir —hizo una pausa—. ¿Puedo hacer algo para pagar la ayuda?

—No tenés que pagar nada, Gabi.

—Quisiera hacer algo, me están dando casa y comida.

Lo miré unos segundos antes de desviar la mirada a la novicia que nos servía la comida. Le agradecí y miré de nuevo a Gabriel.

—Podemos quedarnos a lavar los platos hoy —dije por fin.

—¿Quedarnos? Padre, quiero aligerar el trabajo, no darte más.

Solté una risita.

—No me vas a dar más trabajo, tranquilo. Por ahora descansá y después te busco algo para que hagas. Todavía tenés que recuperarte de esos golpes.

—No te preocupes, Padre, estoy bien. No es la primera vez que me pasa y no creo que sea la última vez.

Quise preguntar, pero, después de ver su cara de incomodidad, preferí quedarme callado. Almorzamos hablando de cosas referidas a mis tareas como cura, a Gabriel parecía interesarle bastante. Pensé que podría entrenarlo como había hecho Basilio conmigo y dejar que hiciera el trabajo burocrático al que yo no le tenía ningún aprecio. Una vez que todos terminamos, informé a las Hermanas y novicias que podían irse, que nosotros dos nos íbamos a encargar de todo. Levantamos todo y nos metimos en la cocina, él encargándose de lavar, mientras me ocupaba de secar y guardar.

—Querías hacer algo, ¿no?

—Sí, quiero pagarles lo que están haciendo por mí.

—No tenés que pagarnos, pero el trabajo dignifica al hombre —sonreí parándome contra la mesada—. Podés hacer todo lo que tenga que ver con lo administrativo de la parroquia. El papeleo no es mi pasión.

—¿Seguro, Padre? No quiero terminar haciendo un lío.

—Lo vas a hacer bien, te voy a enseñar.

Volví a lo que hacía. Me sentí tranquilo ahí hasta que las imágenes del beso volvieron a mi mente. Lo miré de reojo, él no parecía estar pensando nada en particular. Bajé la mirada a sus labios, estos estaban curvados en una sonrisita. Lo escuchaba tararear algo, pero no tenía idea qué era, no parecía una alabanza, seguro era una canción popular. De repente se giró a mí, su sonrisa se amplió. Sus ojos brillantes fijos en mí hicieron que me estremeciera de pies a cabeza. Me obligué a seguir secando y guardando platos, no podía seguir así, no era lo correcto, menos en el lugar donde estábamos.

Cuando por fin terminamos, le pedí que fuéramos a la oficina. No pretendía empezar con las lecciones, pero era el único lugar donde podíamos estar hasta la hora de la reunión de los misioneros. Nos sentamos cada uno de un lado del escritorio y nos quedamos en silencio unos minutos. Él miraba a su alrededor curioseando todo lo que había.

—Me gustaría que habláramos de algo —dije llamando su atención—. El beso...

Desvió la mirada de mí.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora