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Gabriel

Manuel se sentó al lado mío y me pidió que lo mirara, acercó un algodón empapado de alcohol a mi cara haciendo que mi mejilla ardiera al instante. Me quejé, pero él no me hizo mucho caso, siguió hasta que dejó de arderme la herida que tenía. Nos quedamos en completo silencio mientras me curaba las heridas que no sabía que tenía en la cara, seguramente por el anillo que usaba mi papá, con dos golpes había hecho que se me abriera la piel. Cuando terminó, Manuel me dio la bolsita de hielo que había traído María y me pidió que la pusiera en mi ojo. Volvimos a quedarnos callados. Él guardó lo que había traído, tiró los algodones y envoltorios de curitas que ahora cubrían mis lastimaduras y salió del cuarto. No tardó en volver para acomodarse al lado mío.

—¿Tu confesión tiene algo que ver con lo que te pasó?

Suspiré, bajé la mirada y me quedé callado unos segundos, combatía contra las ganas de largarme a llorar de nuevo, no quería hacerlo adelante suyo, pero todo me dolía más de lo que podía soportar.

—Y-yo...

Mi voz tembló y los ojos se me llenaron de lágrimas que cayeron sin que tuviera oportunidad siquiera de ocultarlas. Su mano alcanzó la mía y la apretó ligeramente.

—Tranquilo, respirá y contame.

Así hice, cerré los ojos y respiré profundo, no podía dejar de llorar, pero esperaba que, al menos, pudiera contarle. Volví a abrir los ojos, pero no levanté la mirada hacia él.

—M-mi papá me pegó cuando llegué de dar una vuelta con Facu... C-creo que Isabel le dijo que...

No supe cómo continuar, no le había dicho a nadie más que a Facu que era gay y no podía decírselo sin sentir vergüenza y asco.

—C-creo que le dijo... que soy gay...

Su agarre aflojó como lo esperaba, volví a cerrar los ojos esperando el sermón que caería. No tenía motivos para pensar que me golpearía él también, parecía incapaz de levantarle la mano a nadie, pero quería estar listo a lo que pudiera decirme, a los insultos, al recordatorio de cuanto odiaba Dios a las personas como yo, lo que decía la Biblia que le pasaría a los desviados. Incluso esperé a que me echara de la parroquia y no dejara que pasase la noche acá.

—¿Y lo sos?

—S-sí... S-sé que está mal, que no debería ser así, p-pero no puedo evitarlo...

—Sé que no podés evitarlo, Gabi, así sos, no hay nada de malo.

Lo miré por fin recibiendo su sonrisa. Facundo tenía razón, él no era como mi papá, no me veía con asco, aunque podía reconocer algo de miedo en sus ojos. Volvió a apretar mi mano, reafirmando sus palabras.

—La casa de Dios es para todos, sin importar la orientación que tengan.

—P-pero la Biblia...

—Es un libro de mil años, Gabi, hay muchas cosas que hacemos y la Biblia lo prohíbe —llevó la mano a mi mejilla y la acarició con delicadeza—. Decime algo, ¿el intento de suicidio fue por eso? —asentí avergonzado—. Entiendo...

Dijo antes de quedarse callado. Después se levantó, puso su mano en mi cabeza y me hizo la señal de la cruz en la frente antes de salir del cuarto. Supuse que era para que descansara. Solté un suspiro, apagué la luz y dejé la bolsa de hielo en el escritorio. Me saqué las zapatillas para acostarme de una vez. Miré el techo pensando en Facu, tenía que saber sobre esto, pero sabía que iba a salir corriendo a buscarme y no quería darle más preocupaciones. Cerré los ojos sintiendo el ardor por el llanto y el dolor en uno. Di vueltas por un rato bastante largo, pero no podía conciliar el sueño, cada vez que parecía que lo iba a lograr, a mí volvían los gritos y la cara de asco de mi papá. El nudo en mi garganta se hacía cada vez más doloroso hasta que rompí en llanto de nuevo. Sentía que el dolor en mi pecho se hacía más intenso con cada lágrima que derramaba. Abracé mis rodillas como si fuera un nene chiquito. No me di cuenta que alguien había entrado a la habitación hasta que sentí que el colchón se hundía ligeramente. Abrí los ojos encontrándome con Manuel que me miraba afligido. Me limpié la cara lo mejor que pude sentándome.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora